LA SEVERIDAD DE JESUCRISTO

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Jesús fue el Amor de Dios encarnado. Justamente por eso, por haber sido el Amor que peregrinó por la Tierra, fue él extremamente severo junto a las criaturas cerebrinas de su época. Su conducta frente a los seres humanos estaba muy lejos de la imagen distorsionada que se tiene de él hoy en día: la de un Mesías blando y débil, complaciente e indulgente, buscándose ver en eso una prueba de la actuación del Amor divino.

Hay un documento de casi dos mil años que trae una descripción exenta de Jesús. Se trata de una carta que el romano Publius Lentulus envió al emperador Tiberio. Dice ese Publius sobre Jesús en su carta: “Es un hombre alto, bien proporcionado, con un aire de severidad en su semblante, que atrae de inmediato el amor y la reverencia de los que lo ven.”

Si, un “aire de severidad” que nunca contemporizó con la pereza espiritual y con los errores recurrentes de la humanidad. Jesús jamás mendigó la benevolencia de los seres humanos, jamás les suplicó que aceptasen sus enseñanzas, que consintiesen en ser salvados. Muy, más muy por el contrario.

Él “exigió”, sí, y con la máxima severidad, el cumplimiento integral de su Palabra, como condición primordial para la posibilidad de obtención de la propia salvación. “Hablaba públicamente” (Jn7:26), con plena seguridad, explicándoles como tenían que vivir, consciente que estaba de su origen y misión. Las multitudes percibían esa su firmeza, esa su autoridad, y ni por eso dejaban de escucharlo, al contrario, “todo el pueblo estaba suspenso oyéndole” (Lc19:48).

¿Cuantas veces él no rebatió severa y corajudamente los ataques de aquel sucio grupo de fariseos y saduceos, que tenían a su lado el poder terrenal? El capítulo 23 del Evangelio de Mateo trae nada menos que siete “¡Ay de vosotros! contra la hipocresía de ellos, además de esta durísima acusación del Maestro: “¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo escapareis de la condenación del infierno?”(Mt23:33). El evangelista Marcos dice que Jesús pasaba sobre los fariseos “una ‘mirada irada’ por la dureza de sus corazones” (Mc3:5).

¿Y también él no expulsó los cambistas y vendedores del Templo, llamando todo aquel bando de “guarida de salteadores”? ¿Y cuantas veces él no reprendió duramente sus propios discípulos? Los amonestaba por ser miedosos y tener el corazón endurecido, se indignaba con ellos, y llegó hasta mismo a lamentar abiertamente tener que estar junto a ellos: “¿Hasta cuándo he de estar con vosotros, y os he de soportar?” (Lc9:41).

A los discípulos aún les tocó la mismísima advertencia sobre “no actuar” según sus enseñanzas: “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?” (Lc6:46). Jesús siempre exigió de ellos que lo tomasen como ejemplo de “actuación”, y no apenas de meros oyentes: “¡Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis!” (Jn13:15).

La palabra de Jesús era severa, dura, al punto de algunos discípulos encontrar que no podrían soportarla: “Dura es esta palabra; ¿Quién la puede oír?” (Jn.6:60). Y cuando surgieron defecciones, cuando “muchos discípulos lo abandonaron y no más andaban con él” (Jn6:66), el Hijo de Dios no lamentó el hecho absolutamente, y hasta preguntó si los que habían quedado también no querían irse: “¿Queréis acaso iros también vosotros?” (Jn6:67), preguntó simplemente.

Jesús aún habló bien nítido y severamente del tiempo del Juicio (http://bit.ly/1Tmgcdi), de la “Ira venidera” (Lc3:7), de los “días que son de retribución” (Lc21:22), de la “gran calamidad en la Tierra, e ira sobre este pueblo” (cf. Lc21:23), del “infierno de fuego” (Mt5:22) para los que lanzan insultos, y aún avisó que para quien sea causa de pecado al prójimo, “mejor le fuera que se le atase al cuello una piedra de molino y se le arrojase al mar” (Lc17:2).

Con relación a la ciudad de Jerusalén, que mataba los profetas y apedreaba a los enviados, Jesús avisó severamente que, debido a eso y por haber rechazado su amor auxiliador, sería simplemente abandonada por él, como una casa desierta (Mt23:37, 38). Y lo que él antevió aún para la población de las ciudades de Corazín, Betsaida y Capernaúm, está muy lejos de la idea de un amor blando y condescendiente, que todo perdona arbitrariamente: “¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! (…) Por eso os digo que en el día del juicio será más tolerable el castigo para Tiro y Sidón que para vosotras. Y tú, Capernaúm, ¿acaso serás elevada hasta los cielos? ¡Hasta el Hades descenderás! Porque si los milagros que se hicieron en ti se hubieran hecho en Sodoma, ésta hubiera permanecido hasta hoy” (Mt11:21, 22, 23).

Jesús, el portador de la Verdad, nunca manifestó la mínima complacencia con el mal, nunca dejó de exhortar con rigor sus oyentes, nunca sedujo el ego de nadie, nunca buscó atraer quien quiera que sea. Y no podría actuar de modo diferente, pues él era el Amor Divino que peregrinó por la Tierra y, como aclara Abdruschin en su obra En la Luz de la Verdad: “pues el verdadero Amor es, en su mayor parte, severidad” (bit.ly/3D2FYOf).

Roberto C. P. Junior
(instagram.com/robpucci/)

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