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No resta duda de que el dolor es el más detestado y combatido de todas las sensaciones humanas. Y también el más temido. Tal vez soló el miedo de la muerte aún sobrepuje la de ser alcanzado por un dolor profundo.
Y no se diga que estamos indefensos. Hoy contamos con un inmenso y variado arsenal, constantemente perfeccionado, para el combate a los dolores de múltiples tipos y etiologías. Agudos o crónicos, físicos o anímicos, para cada uno existe una determinada arma, de calibre adecuado. Disponemos desde armas ligeras, como analgésicos, calmantes y terapia de grupo, hasta las más pesadas, como opiáceos, antidepresivos e internación. Hay quien lance mano hasta de armamentos peligrosos y no recomendados, como alcohol, alucinógenos e hipnosis. Guerra es guerra.
Pero, ¿Por qué tenemos que trabar compulsoriamente esa guerra aparentemente sin fin? La vida entera realmente parece una lucha continua contra el dolor, o, mejor dicho, una lucha para librarse de él, para escapar de ser alcanzado por él.
El dolor físico, en verdad, tiene una función de preservación. Él protege el cuerpo de daños externos y nos obliga a actuar para corregir disfunciones internas. El resultado es la posibilidad de continuar a vivir con un cuerpo sano, funcionando con perfección. El dolor corpóreo es, por consiguiente, una verdadera dádiva de la naturaleza, una protección absolutamente indispensable.
Cuanto a los dolores del alma, la historia se repite. Quien ya experimentó un dolor de ese tipo, y el número de estos crece continuamente, sabe evaluar cuán indecible es el sufrimiento ocasionado por él. Un sufrimiento tan atroz, que de la misma manera que los dolores físicos, también nos obliga a actuar, a hacer algo para librarnos de la angustia, de la depresión, del miedo, del pánico. La única diferencia es que aquí las disfunciones que desencadenan este tipo de dolor provienen del propio núcleo del ser humano. Por eso, el remedio más indicado es aquel que actúa directamente en el alma, o sea, la propia voluntad del individuo, que obliga de esa forma a un cambio en su sintonización interior, lo que naturalmente se refleja también en sus palabras y pensamientos.
Así, de la misma manera que en lo físico, el dolor anímico es una bendición natural. Nos compele a redirigir nuestro interior, aproximándonos del modo correcto de vivir, cuya principal característica es, justamente, la ausencia del dolor.
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