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En la Creación todo es evolución, todo está condicionado al progreso y desarrollo permanentes. Evolución, sin embargo, solamente se efectúa por medio del movimiento. Donde no hay movimiento, luego surge estancación, deterioración y retroceso. El ser humano no es ninguna excepción. También él está sujeto a esa necesidad de evolución permanente, la cual ocurre cuando se inserta naturalmente en la Ley del Movimiento.
El espíritu humano que se desarrolla continuamente se torna de esa forma cada vez más bello y más luminoso, difundiendo bendiciones a su alrededor, ennobleciendo todo lo que con él entra en contacto. De esa evolución permanente también hacen parte sus creencias. Esas no deben y ni pueden permanecer estancadas, presas a conceptos rígidos, al contrario, también deben progresar juntamente con él.
Cuando Cristo trajo su Mensaje de salvación, exigió de las criaturas humanas de aquella época inicialmente solo fe y confianza en sus palabras, pues la inmadurez de ellas no posibilitaba una comprensión más profundizada de los fenómenos en la Creación y de las leyes que la gobiernan. Eso, sin embargo, no significa que ellas debiesen continuar solo creyendo en las palabras del Salvador, más si, progresando, deberían tornarse también convictas de ellas. La convicción es la próxima grada superior al nivel en que reposa la fe.
Una grada que solamente puede ser alcanzada por la vivencia, en el movimiento continuo del espíritu que se esfuerza continuamente en ascender.
En su obra En la Luz de la Verdad, el Mensaje del Grial, Abdruschin aborda ese aspecto tan importante:
“A pesar de que Cristo sólo exigió, de aquella humanidad inmadura, fe en Su Palabra, requirió también de los hombres de voluntad sincera que esa fe inicial se mantuviera “viva” en ellos.
Es decir que esa fe debía convertirse en convicción. Porque quien siguiera Sus palabras confiadamente fomentaría nuevamente la evolución progresiva de su espíritu, y, por efecto de esa evolución, habría de pasar, poco a poco, de la fe a la convicción de lo dicho por El”.
La verdadera convicción adviene de la fe, como un progreso natural del desarrollo espiritual, pero ella, la convicción, no puede ser adquirida mediante estudios intelectivos, y si por el creciente reconocimiento del funcionamiento de las leyes de la Creación. Fue esa enseñanza que Jesús transmitió en Su Palabra, particularmente por medio de parábolas, para la cual, entonces, exigió la fe. Sin embargo, la necesaria profundización en los conceptos que fueron traídos por él, hasta llegar a la convicción plena de su veracidad, es atribución del propio ser humano.
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