El Sentimiento del “yo”

Nota Introductoria

En este ensayo, todos los trechos en destaque fueron extraídos de la obra En la Luz de la Verdad, el Mensaje del Grial de Abdruschin. Los trechos retirados del Mensaje no tienen la finalidad de ilustrar el texto, sino pasa lo contrario: ellos fueron colectados y organizados con el fin de evidenciar que el presente ensayo se encuentra en conformidad con las enseñanzas contenidas en la obra de Abdruschin.

Siempre que se menciona la palabra “conferencia”, el autor está refiriéndose al Mensaje del Grial. Al final de los trechos destacados aparece el respectivo título de la conferencia entre paréntesis.

 

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Ya se ha dicho muchas veces que la vida es una escuela y que las experiencias que en ella encontramos, algunas veces un poco amargas, son como pruebas que somos obligados a enfrentar para que podamos pasar de año. De hecho, se puede encarar la vida como una gran escuela que debe servir para la educación, perfeccionamiento y evolución del espíritu humano.

Sin embargo, los dolores de cualquier tipo fueron en ella colocados por los mismos alumnos. No hacen parte de la malla curricular, ni nunca han hecho. No es imprescindible, absolutamente, que una persona necesite experimentar sufrimientos y dolores de cualquier especie para poder progresar espiritualmente.

Los dolores hasta pueden servir de escalones para la ascensión, cuando la respectiva persona reconoce como justo lo que la alcanzó y toma la firme resolución de no más actuar de una determinada manera errada, para que no necesite volver a sufrir del mismo modo. No obstante, los dolores no son una contingencia ineludible en el proceso de desarrollo del espíritu humano.

 

“Cuando se dice allí que los sufrimientos ayudan a la ascensión y que, por consiguiente, son gracias de Dios, se admite una brizna de Verdad, pero gravemente deformada por un cierto eufemismo, ¡pues Dios no desea sufrimientos para Su pueblo! ¡Sólo quiere alegría, amor, felicidad! El camino que discurre dentro de la Luz no puede ser de ningún otro modo. El camino que lleva a la Luz tampoco está sembrado de piedras, a no ser que sean puestas por el hombre.

La brizna de Verdad contenida en la doctrina de los sufrimientos es que mediante éstos puede ser expiada alguna que otra culpa. Pero esto no tiene validez más que si el hombre reconoce conscientemente ser merecedor de tales sufrimientos. Ese fue el caso del buen ladrón implorando junto a la cruz.”

(¡Padre, perdónalos porque no saben lo que Hacen!)

 

La doctrina del sufrimiento indispensable es, por consiguiente, falsa. Los aparentes “castigos” y “pruebas” que experimentamos durante el curso en que estamos matriculados – el curso de la vida – no resultan, pues, de ninguna directriz de la propia escuela, sino han sido generados por nosotros mismos.

También lo que llevamos del curso no es como en las escuelas comunes. En el curso de la vida, lo que vale es exclusivamente aquello que se vivenció, y no lo que se aprendió. Lo aprendido solo tendrá algún valor fuera de esta vida si está asociado a alguna vivencia significativa, que haya dejado una marca indeleble en el alma. Lo que vale no es lo aprendido, sino las posibles vivencias asociadas a ese aprendizaje, capaces de dejar marcas, buenas o malas, en el alma. Esas marcas, sean provenientes de dolor o de alegría, son las que constituyen el verdadero diploma del curso de la vida. Todo lo restante del aprendizaje se queda atrás, por más difícil que haya sido su adquisición, extinguiéndose con la muerte terrena.

 

“Para el hombre, a quien no debemos considerar jamás como constituido únicamente por su cuerpo físico, sólo tiene valor y provecho lo que durante su vida dejó en él una impresión lo suficientemente profunda como para estampar en su alma un sello imperecedero e imborrable. Solamente los sellos de tal naturaleza tienen influencia en la formación del alma humana y, por ende, en la progresión del espíritu hacia su evolución constante.”

(Érase una vez…)

 

Las vivencias tienen el poder de impulsar el desarrollo de cada uno dentro de la gran escuela de la vida, a condición de que adecuadamente asimiladas. Ellas pueden y deben servir para ayudarnos a ascender los peldaños de la escala de la ascensión espiritual. Y cada vez que subimos, también ayudamos a embellecer y perfeccionar la propia escuela, es decir, la obra de la Creación en que vivimos.

La última finalidad de la escuela de la vida, en sus variadas etapas en el Más Acá y en el Más Allá, consiste en la auto-concientización plena del espíritu humano, asunto tratado en otro ensayo. Vamos a abordar aquí una de las principales características de ese proceso que cada uno experimenta como siendo su “yo”.

La visión de gran parte de los científicos actualmente, en particular la de los neurocientíficos, es la de que el cerebro determina la mente, y que ella, la mente, es que constituye la sede del “yo”. Esa concepción, estrictamente materialista, ha trascendido las licenciaturas de filosofía y ha seguido por especializaciones, maestrías, doctorados, posdoctorados y libre-docencias.

Recientemente, un renombrado neurocientífico aseveró que la autoconciencia está localizada en la “región ventromedial” de la corteza cerebral, pues, según él, esa región “se activa consistentemente cuando pensamos en nosotros mismos: si somos bonitos o feos, si estamos felices o tristes, si nuestro desempeño de ayer en el trabajo fue bueno o malo.” De acuerdo con esa idea, todos nosotros no somos más que meras cortezas ventromediales viviendo en sociedad…

La doctrina que establece que la acción organizada e integrada de innúmeros circuitos cerebrales es la base de la conciencia humana, es decir, que la conciencia sería apenas uno de los varios productos de la actividad del sistema nervioso, se la conoce como “reduccionismo”. Un nombre bastante apropiado, sin duda, que indica de modo preciso la reducción de la visión y comprensión del ser humano de los tiempos actuales, fuertemente atado por su raciocinio a los límites de espacio y de tiempo de la materia.

Por regla general, podemos decir que hubo un cambio histórico en la concepción de la localización de la sede del “yo”. Él saltó del corazón, en la época del antiguo Egipto, para el cerebro, en la presente época de seres humanos de raciocinio. Este cambio sucedió en el periodo del iluminismo, en el siglo XVIII, el llamado “Siglo de la Luces”, periodo en que la única luz a guiar la humanidad fue la débil llama de su raciocinio excesivamente cultivado, mientras que el otrora cristalino brillo de la intuición espiritual se debilitaba por completo.

Los antiguos egipcios removían los órganos y los cerebros de los cuerpos que iban a ser momificados, pero no los corazones, porque creían que el alma residía en este órgano. Ambos grupos emblemáticos del saber humano en sus respectivas épocas, los antiguos egipcios y los modernos neurocientíficos, están, sin embargo, completamente equivocados en sus concepciones. El primero, por la torsión del verdadero saber sobre la vida en el Más Allá, ya totalmente perdido en aquella época lejana, y el segundo porque ni siquiera dispone aún de un resquicio de saber sobre la vida más allá de la materia, a la cual están agarrados voluntariamente.

Las imágenes de resonancia magnética, recibidas con mal contenido entusiasmo por investigadores materialistas durante la llamada “década del cerebro”, en los años noventa, nunca proporcionaron ninguna prueba de que la conciencia es generada por la actuación de redes de neuronas. Lo que los neurocientíficos consiguieron mapear fueron regiones del cerebro más o menos activas cuando la sensación del “yo” se manifiesta de algún modo en el cuerpo físico, por mayor flujo de sangre en determinadas áreas del encéfalo. Ellos dicen que el sentimiento del “yo en el espacio” estaría asociado a la corteza parietal medial; el “yo en acción” al lóbulo parietal inferior izquierdo; el “yo en interacción social” al lóbulo parietal superior; el “yo en representación corporal” a la corteza parietal inferior derecha, y el “yo en el ambiente” a la corteza cíngulo anterior. Corteza es una palabra latina que significa “cáscara”, correspondiendo a la camada más externa del cerebro, con una espesura que varía de 2 a 4 milímetros. Es la región más sofisticada y compleja del procesamiento de las redes de neuronas. Se estima que cada milímetro cuadrado debajo de la superficie de la corteza sea dotado de aproximadamente 147 mil neuronas.

Cada uno de nosotros, claro, es un individuo bien determinado, una persona por entero, con voluntad y percepción propias. Cada uno de nosotros percibe nítidamente el sentimiento del “yo” durante toda su vida. ¿Cómo, a la vista de eso, podría él estar asociado a un cuerpo perecible?… Si fuera así, ese sentimiento también tendría que alterarse con el pasar de los años. Tendría que sufrir el efecto de la vejez y mostrarse por fin debilitado y arrugado. Y en los años de la infancia, en el periodo en que el cerebro aún se está desarrollando y formando sus conexiones, no podría haber aún un sentimiento de “yo”, si ese sentimiento dependiese del propio cerebro. Sin embargo, el yo es una de las palabras que el niño pronuncia más a menudo, a medida que va descubriendo el mundo alrededor e interactuando con él.

En la adolescencia, cuando el espíritu pasa a hacerse valer plenamente, este sentimiento del “yo”, el sentido de la personalidad autónoma, consciente y responsable, pasa a ser percibido integralmente por la criatura humana; y a partir de ahí no cambia más.

 

“Tu cuerpo no es tu propio ser, no constituye todo tu “yo”, sino un instrumento que tú mismo escogiste o tuviste que tomar conforme a las leyes que rigen la vida espiritual, que también puedes llamar leyes cósmicas, si con ello te resultan más comprensibles. La vida terrena actual no es más que una breve etapa de tu existencia verdadera.”

(El Silencio)

 

El sentimiento del “Yo” no cambia durante lo restante de la vida terrena, no se altera con el pasar de los años, al contrario, permanece siempre el mismo. El cerebro va perdiendo agilidad con el tiempo, la memoria falla, las articulaciones crujen, los órganos trabajan más lentamente, pero el sentimiento del “yo” no cambia. No cambia porque no proviene de ninguna parte del cuerpo material terreno, mutable y perecible, sino únicamente del espíritu.

 

“También tú, ¡oh hombre!, eres siempre el mismo, ya seas joven o anciano. ¡El que eres serás siempre! ¿No lo has advertido ya tú mismo? ¿No notas claramente una diferencia entre la forma física y tu “yo”; entre el cuerpo, sujeto a transformaciones, y tú, el espíritu, que es eterno?”

(Despertad)

 

Incluso en estados demenciales, la respectiva persona continua a percibirse como una conciencia autónoma, aunque tenga dificultades en relacionarse con el medio en que vive. La misma neurociencia ya ha constatado que la apatía, la amnesia, la afasia (dificultad para hablar) y la demencia no impiden respuestas adecuadas a los estímulos convencionales, de modo que la conciencia permanece preservada en esas condiciones. Eso la neurociencia lo sabe. Lo que ella no sabe es que incluso en situaciones en que la persona no consigue responder a un determinado estímulo, ella aún posee su conciencia individual, ya que el sentimiento del “yo” no está vinculado a las condiciones de salud del cuerpo físico.

Este “sentimiento del yo”, bien entendido, es un profundo sentimiento intuitivo. Por lo tanto, proviene del mismo espíritu. Es oriundo de nuestra esencia interior, en nada semejante a los sentimientos que experimentamos una vez u otra relacionados al raciocinio, los cuales surgen cuando nuestros pensamientos actúan sobre los nervios del cuerpo. Podríamos también llamar ese “sentimiento del yo” intuitivo de “sentido del yo” o “sensación del yo”. Él proviene del lento proceso de concientización del espíritu humano en sus caminos de evolución.

El hecho de que nos está permitido decir “yo” indica un inalienable derecho de libertad, asociado a la más absoluta responsabilidad personal con relación a todo lo que pensamos, hablamos y hacemos. Responsabilidad proveniente del libre albedrío espiritual.

 

“Es voluntad de Dios que el ser humano evolucione hacia una personalidad propia, con la consciencia más expresa de la responsabilidad que tiene en cuanto a sus pensamientos, voliciones y actos.”

(Sentido de Familia)

 

“Hago hincapié en que Dios quiere tener, en la creación, espíritus vivos y conscientes de su propia responsabilidad, tal como exigen las leyes originarias de la creación.”

(Los que creen por costumbre)

 

Un libre albedrío realmente libre, libertado de sofismas intelectivos, es el mejor juez para indicar el camino de la ascensión rumbo al “Yo” espiritual.

 

“Si el hombre no se obstinara una y otra vez en entregar al intelecto la soberanía absoluta, el libre albedrío de su individualidad espiritual, es decir, el de su propio “Yo”, de miras mucho más amplias, podría obligar al cerebro intelectual a seguir una dirección basada en la pureza del sentimiento.”

(El Hombre y su libre albedrío)

 

¡Responsabilidad y libre albedrío! Dos conceptos indisociables del espíritu que adquirió la conciencia del existir personal, o sea, la autoconciencia.

¡La autoconciencia! Pero, ¿Qué es, exactamente, “autoconciencia”? ¿Qué es, por cierto, una conciencia?…

Conciencia es la ciencia de sí mismo. ¡Autoconciencia es la conciencia individual adquirida por el “yo” personal, la prerrogativa del espíritu humano que se desarrolló en la escuela de la vida! Escuela que abarca el Más Acá y el Más Allá, y que ayuda a formar el “yo” consciente del espíritu. Este “yo” adquirido solo estará completo, solo estará plenamente maduro y perfecto, cuando esté integralmente purificado de todos los errores adheridos a sí durante su pasada por la escuela. Solo entonces estará apto para dejar la escuela e ingresar en la verdadera vida, en el reino del espíritu.

Durante su curso en la escuela, el “yo” espiritual puede decidir, según su voluntad, si tomará el camino de la ascensión espiritual, que es el camino natural del desarrollo, o si permanecerá vagueando en los mundos materiales, sea en el de materia física visible o en el de materia más etérea.

 

“Según el estado espiritual del ser humano, tanto en el mundo de la materialidad densa como en el de la materialidad etérea, el hombre espiritual, es decir su verdadero “yo”, tendrá que elevarse o permanecer encadenado a la materialidad.”

(El Universo)

 

Esa materia etérea mencionada por Abdruschin es un tipo diferente de materia, más sutil de lo que es la materia a nosotros visible y sensible, por él denominada materia densa. Los mundos de materia etérea constituyen las regiones del Más Allá donde el alma ingresa después del fallecimiento terreno, después de pasar por las regiones más etéreas de materia física, usualmente también no distinguibles por nuestros órganos corpóreos. Nuestro cuerpo físico es constituido de la materia física más densa, que podríamos llamar de materia física densa absoluta.

El “Yo” personal autoconsciente es una prerrogativa espiritual, es una característica adquirida paulatinamente por el espíritu humano. Eso no acontece con los animales, por ejemplo.

 

“El animal también es consciente, pero no consciente de sí mismo.”

(Gérmenes espirituales)

 

El animal posee, realmente, consciencia de la vida que se desarrolla a su alrededor. Siente hambre, sed, miedo, cansancio. No obstante, él no puede perfeccionar esa consciencia suya mediante deliberaciones propias, por medio de decisiones y resoluciones. El animal no se siente como una parte singular y al mismo tiempo integrante del mundo en que vive, no es consciente de la individualidad del propio existir. Esta, solamente el espíritu humano desarrollado la posee aquí en la Tierra.

Bien entendido, es el espíritu humano que adquiere autoconsciencia y no el cuerpo humano. Si el cuerpo humano, o el cerebro, tuviese algo que ver con la autoconsciencia, entonces el chimpancé ciertamente también sería autoconsciente, ya que más de 96% de los tres mil millones de genes de ese primate son idénticos a los encontrados en el ADN humano.

 

“Ni a los materialistas más recalcitrantes se les ocurriría hoy día considerarse directamente emparentados con un animal; y, sin embargo, antes como ahora, sigue existiendo un estrecho parentesco corporal, es decir, una analogía física. Pero el hombre real, el hombre “vivo”, el proprio “Yo” espiritual humano, no guarda ni relación ni afinidad alguna con el animal.”

(La creación del Hombre)

 

Solamente el espíritu humano adquiere la autoconciencia y eso lo hace mediante las vivencias que tiene en sus caminos de desarrollo. Una autoconsciencia, por cierto, que tanto puede desarrollarse para el lado del bien como para el lado del mal. Si es desarrollada para el lado del bien, el espíritu humano portador de esa autoconciencia podrá continuar existiendo y perfeccionándose cada vez más, progresivamente, dentro de la inmensa obra de la Creación. Pero si es para el lado del mal, él tendrá, por fin, que ser aniquilado y perder esa autoconciencia adquirida, por que es inútil y nociva.

Su autoconciencia tendrá que ser extinta en esta situación, necesitará ser borrada, para que su portador no pueda continuar más a perturbar otras autoconciencias que buscan desarrollarse de modo correcto. Ese proceso, la muerte espiritual, no obstante su terribilidad, también es enteramente natural, integralmente insertado dentro del actuar de las leyes de la Creación, resultante de las elecciones propias de aquél que fue alcanzado por ellas.

Por tanto, la conciencia es una facultad espiritual que nada tiene que ver con el cerebro anterior. El cerebro anterior es el cerebro propiamente dicho, el cerebro grande que todos conocemos, mientras que el cerebro posterior, o cerebro de intuición, es el llamado cerebelo, palabra oriunda del latín que significa “pequeño cerebro”.

Según Abddruschin, el cerebelo fue atrofiándose a lo largo del tiempo. Eso ocurrió en virtud de la actuación de la ley de adaptación, originaria de la ley del movimiento, que solo robustece aquello que es ejercitado de alguna forma. Ya desde épocas inmemoriales la criatura humana viene utilizando predominantemente el cerebro anterior, la sede del raciocinio, dejando de oír la “voz del espíritu”, la intuición, cuyo puente para el mundo material es justamente el cerebelo. Esa situación provocó la hipertrofia del cerebro anterior y la concomitante atrofia de ese cerebro posterior, que permite la actuación de la voluntad espiritual en la materia.

 

“El hombre intelectual de hoy ya no es un hombre normal, sino que, debido a la atrofia que ha tenido lugar desde hace milenios, falta en él todo desarrollo de la parte principal de su cerebro, la cual es elemento constitutivo del hombre integral.”

(Érase una vez)

 

En tiempos idos, algunas personalidades trataron de descubrir el puente para la voluntad espiritual, la manifestación del “Yo” consciente del ser humano, o la localización de la sede de la conciencia. René Descartes (1596 – 1650), considerado el fundador de la filosofía moderna, suponía que la conciencia estaba localizada en la glándula pineal. Platón suponía que el elemento de vínculo del alma con el cuerpo era la medula espinal. Blaise Pascal, físico, matemático y filósofo francés del siglo XVII, imaginaba que el punto de anclaje del alma humana en el cuerpo estaba localizado en la parte detrás de la cabeza…

En verdad, el punto de vínculo del alma con el cuerpo está localizado en el plexo solar, lugar donde se manifiesta primeramente la intuición espiritual, la cual entonces sigue inmediatamente para el cerebelo (situado, sí, en la parte detrás de la cabeza) y, a partir de ahí, para el cerebro anterior.

El cerebelo, en realidad, es el propio canal para la recepción de la voluntad espiritual, por medio de la intuición. O por lo menos lo debería ser, si no hubiera sufrido ese trágico proceso de atrofia a lo largo de milenios, por el desuso continuado.

Como mero efecto de la ley de adaptación, ya reconocida parcialmente por Darwin, el cerebelo fue languideciendo más y más con el tiempo, a punto de que hoy ese órgano apenas puede cumplir su incumbencia fundamental, mientras que el cerebro anterior, al contrario, se fue expandiendo también cada vez más.

Como esa atrofia del cerebro posterior se dio por voluntad propia del ser humano y no como una contingencia normal del proceso de desarrollo de la vida en la materia, donde la ley de la adaptación actúa perfeccionando las características de las especies, ese procedimiento nefasto constituyó, en realidad, un pecado contra las leyes de Dios, una involución, marcando el comienzo del descalabro de la humanidad. Ese fue el así llamado pecado original. Y aún, por efecto de esa ley de adaptación, la hipertrofia del cerebro anterior (y consecuente atrofia del cerebelo) pasó a ser transmitida hereditariamente, constituyendo entonces el pecado hereditario de la humanidad.

Esa ley de adaptación actúa en toda la Creación, sin ninguna excepción y, por consiguiente, también en todos los aspectos de la vida humana.

 

“Los hombres sólo hacen que arrastrarse por el suelo, mientras que la fuerza impulsora hacia las alturas hace tiempo que se ha desligado de ellos, pues ya no la utilizan, ya no se sirven de ella, desde que el intelecto — ese intelecto que les ha atado a la Tierra — representa, para ellos, lo más elevado.

De ese modo, teníais que caer forzosamente bajo la ley de la adaptación, que actúa automáticamente en toda la creación. Os pasa lo mismo que a los animales, cuyas alas se atrofian poco a poco hasta desaparecer por completo si no son empleadas; o como a los peces, cuya vejiga natatoria — indispensable para subir de nivel o mantenerse a una cierta altura dentro del agua — desaparece con el tiempo si, obligados por corrientes de agua demasiado intensas, tienen que permanecer siempre en el fondo.

Naturalmente que eso no se verifica rápidamente, de un día a otro, sino al cabo de siglos o, también, de milenios, ¡pero se verifica! Y en el caso del espíritu humano, ya se ha verificado.”

(En los Límites de la Materialidad Física)

 

Los ejemplos de actuación de esa ley de adaptación, corolario de la ley del movimiento, son múltiples, innumerables. Si algo no se utiliza, invariablemente atrofia y pierde su función; si se utiliza, se mantiene útil y funcional, pudiendo tornarse hasta especialmente afilado si se mantiene en permanente movimiento. Los esquimales, por ejemplo, consiguen percibir varios tonos de blanco que son completamente invisibles para quienes no viven en aquellas inmensidades heladas. También la visión de los pueblos salvajes de una forma general, que viven en los bosques y selvas, es más precisa de que la del hombre urbano, permitiendo que vean cosas existentes hasta en las camadas más etéreas de la materia física:

 

“Pero el hombre que se encuentra aún en ese estado inferior no puede ver tampoco ni con los ojos sustanciales ni con los etéreos, sino exclusivamente con los ojos físicos, cada vez más penetrantes por efecto de la lucha personal que ha de sostener, en las regiones salvajes, contra los animales, contra sus semejantes y contra los elementos, con lo que, poco a poco, irá distinguiendo planos físicos más sutiles hasta llegar a percibir la más pura materialidad física.”

(Dioses-Olimpo-Walhala)

 

En sentido contrario a la ley del movimiento, parar significa estancamiento, retroceso, a lo cual se sigue la deterioración. Estos son los efectos de la desobediencia a esa ley. Si un cantante no ejercita su voz, esta luego pierde el timbre y la vivacidad; si dejamos de hablar o escribir una lengua que hayamos aprendido, pronto olvidaremos sus principios básicos y tendremos dificultades crecientes en comunicarnos con ella; si un brazo es enyesado por mucho tiempo, ése se atrofiará y se endurecerá; si el agua de la lluvia se acumula en cualquier poza, se podrirá en poco tiempo.

Por otro lado, la utilización continua de alguna cosa significa movimiento permanente, por lo tanto, lo inverso del estancamiento, lo que contribuye incisivamente para el desarrollo y el mantenimiento de su funcionalidad. Veamos algunos ejemplos:

Los nadadores tienen el tórax más grande y la musculatura de las piernas y brazos mucho más desarrollada que la de las personas que no se dedican a esa actividad física. En los ingenieros y matemáticos, la zona del cerebro responsable por los cálculos, llamada “lóbulo parietal”, es significativamente más desarrollada que en las personas de otras profesiones. La zona del cerebro que comanda los dedos extremamente ejercitados de la mano izquierda en los violinistas profesionales es más grande que la zona responsable por los movimientos de la mano derecha. Los taxistas londinenses, obligados a conocer “de memoria” más de dos mil calles de la metrópolis inglesa para poder ejercer su profesión, presentan el hipocampo derecho, la zona del cerebro que retiene los mapas de tránsito, más desarrollado que en otras personas. En los malabaristas, la zona del cerebro implicada en la atención espacial es más grande que la media. Niños sometidos a ejercicio musical presentan modificaciones no solamente en las áreas cerebrales implicadas en las actividades con instrumentos musicales, como también en las regiones auditivas y en la integración entre los hemisferios del cerebro.

La “neuróbica”, ramo de la neurociencia que trata de ejercicios para el cerebro, estableció taxativamente que cuanto más activas sean las diferentes áreas del cerebro y sus conexiones, mucho más fuertes y saludables ellas se tornan. En contrapartida, ya se ha demostrado que la falta de uso de las sinapsis ocasiona su atrofia anatómica y fisiológica, con la consecuente pérdida de las funciones, al paso que la permanente utilización provoca su crecimiento y mejoría funcional. “¡La función hace el órgano!”, es el lema de la neurociencia. Y así lo es con todo. En fin, se trata siempre de la efectuación de múltiples modos de la ley de adaptación, corolario de la ley del movimiento. Para finalizar, una esclarecedora constatación de un pianista: “Si dejo pasar un día sin tocar, yo lo noto; dos días, mis amigos lo notan; una semana y todos lo notan.”

 

“Esta ley del necesario movimiento se presenta ante el hombre en todas partes bajo miles de formas distintas, pero, en el fondo, todas son iguales entre sí. Esa ley está presente en cada caso particular y se impone, por el efecto recíproco, en toda la creación y a través de todos los planos. Incluso el espíritu necesita la intensiva aplicación de esa ley si quiere subsistir, conservar todo su vigor y proseguir su ascensión.”

(¡Cristo dijo…!)

 

Así como el cuerpo físico necesita de movimiento, el espíritu también necesita moverse continuamente. Ambos necesitan de movimiento, tal como establece esa ley de la Creación. Ese movimiento constante es la garantía de un paulatino perfeccionamiento de la autoconciencia del espíritu.

Por otra parte, de nada sirve solamente mantener el cuerpo terreno en movimiento, con vistas al mantenimiento de la salud, si, al mismo tiempo, el espíritu no está también moviéndose enérgicamente, lo que solo puede ocurrir cuando él coloca una elevada meta espiritual delante de sí, que traspase las contingencias y circunstancias de la vida en la materia. En tiempos remotos, cuando el espíritu del ser humano vibraba realmente en las leyes de la Creación, las personas vivían mucho más, sin conocer enfermedades en el final de sus vidas.

Entre otras causas, la permanente inactividad espiritual, aliada a una vida artificial direccionada exclusivamente hacia lo terrenal, subordinada casi que enteramente al intelecto, contribuye para la eclosión de múltiples enfermedades psíquicas, entre ellas la depresión, el disturbio bipolar, el disturbio del humor y aún otros males psiquiátricos, y también, en los casos mencionados, para el recrudecimiento del proceso de atrofia del cerebelo, en virtud de la actuación de la ley del movimiento, que solo mantiene saludable y útil aquello que se ejercita continuamente, ya sean particularidades del espíritu u órganos del cuerpo terreno. La progresiva atrofia del cerebelo dificulta cada vez más la actuación del espíritu, de modo que el individuo se enreda en un círculo vicioso en espiral hacia abajo, por culpa propia.

Muchas otras “enfermedades de la mente” son, en realidad, enfermedades del alma, como un tipo de trastorno obsesivo-compulsivo en que el paciente presenta una manía recurrente de limpieza, lavándose frecuentemente las manos, o aún la compulsión en bañarse seguidamente. Esas personas buscan inconscientemente proceder a una limpieza externa de algo que, en realidad, está sucio internamente, que son sus propias almas. También las muchas “fobias” se originan en gran parte de miedos adheridos al alma, resultantes de traumas y vivencias angustiantes ocurridas en otras vidas.

Algunos investigadores sostienen que las formas mentales constituyen el propio sentido del “yo”. Tal concepción es falsa. Las formas mentales o pensamientos no constituyen el “yo” de cada uno, porque son generadas por el cerebro, obedeciendo a la voluntad del verdadero ‘yo”, el espíritu humano. Por eso, es de todo imposible que ese “yo” pueda sobrevivir como “formas mentales”, como algunos suponen, porque esas configuraciones son solamente un producto del cerebro terreno, que pertenece al cuerpo físico, el cual, a su vez, es solamente el envoltorio más externo del espíritu.

Nos conviene profundizarnos un poco en las actuales tentativas de desvendar el enigma de la conciencia. Pues, sabiendo de eso, será más fácil asimilar la idea de que la solución del enigma es mucho más simple de lo que suponen tantos investigadores.

Se reconoce ahí, inicialmente, en algunos pocos casos (muy pocos realmente), el esfuerzo sincero en escrutar algo del origen y formación de la consciencia individual. Sí, hay intentos sinceros de investigar en ese sentido, desprovistos de presunción y de arrogancia. Sin embargo, también ellas se chocan en las naturales limitaciones impuestas por el raciocinio. Como este es un producto del cerebro terreno, no es capaz, debido a su propia constitución, de vislumbrar cosas superiores al tiempo y espacio terreno, y menos aún de sacar conclusiones sobre lo que allá se encuentra o incluso establecer alguna ley general. Tal cosa les es absolutamente imposible. Sería como pretender que una criatura unicelular pudiese comprender el Universo de tres dimensiones, con todas sus galaxias y las leyes de la mecánica celeste.

Sobre esa actuación del raciocinio terreno, puramente material, cabe citar este trecho de la conferencia “Los que creen por costumbre”:

 

“El intelecto no hace sino actuar conforme a su género, ese género que no puede menos de desarrollar hacia el florecimiento y hasta alcanzar el máximo de fuerza cuando es cultivado exclusivamente y se le emplea donde no procede, subordinando a él, sin reservas, toda la existencia terrenal.

Y su género está atado a lo terrenal: nunca podrá ser de otro modo, porque, como producto que es del cuerpo físico, ha de mantenerse dentro de los límites de éste; ha de seguir siendo, por tanto, puramente físico-terrenal, pues la materialidad física no puede engendrar nada espiritual.”

 

Los artículos y libros científicos que se proponen explicar en términos médicos las experiencias de casi muerte constituyen una más de las situaciones del uso del raciocinio en un campo en que éste no está absolutamente apto a actuar. Se argumenta en esos casos, bastante conocidos, por cierto, que se trata de alucinaciones provocadas por la falta momentánea de oxígeno en el cerebro.

¿Será eso realmente?… Entonces que se encuentre un único testigo de experiencia de casi muerte, en la cual la persona se ve fuera del cuerpo y frecuentemente acompaña nítidamente el trabajo de los médicos, que crea realmente en esa explicación de la ciencia. ¡No lo habrá! ¡Ninguno! Porque la persona que pasó por esa experiencia de casi muerte adquirió la vivencia personal de lo que pasó con ella. Ella sabe, y muy bien, que no se trató de ninguna alucinación, sino que ella misma pasó por toda aquella experiencia de salir de su cuerpo en una situación crítica de salud. Ningún discípulo de la ciencia podrá convencerla de lo contrario. Pues ella experimentó, ella vivenció todo aquello, y así la experiencia pasó a ser algo propio de ella, una marca indeleble en su alma.

En el año 2008, el neurocirujano Eben Alexander, de 54 años, contrajo un tipo grave de meningitis y entró en coma profundo, en el cual estuvo sumergido durante siete días. El doctor Alexander era profesor de medicina de Harvard y estaba estudiando el cerebro hacía más de 25 años. Ya había analizado innúmeros casos de experiencias de casi muerte y, para todos ellos, presentó explicaciones científicas muy bien fundamentadas, según el enfoque de las teorías corrientes.

Hasta que aconteció con él…

Cuando él mismo tuvo una experiencia de casi muerte durante el coma, su opinión cambió drásticamente, para espanto de sus colegas: “¡La muerte es una transición, no es el fin de todo!”, afirmó. En un primer momento, el médico hasta trató de encontrar una explicación científica para lo que había pasado, pero desistió: “¡No hay como explicarlo, no fue una alucinación, no fue un sueño!”, aseveró enfáticamente. Y, a partir de entonces, no se dejó más llevar por las explicaciones usuales de sus colegas (y que hasta hacía poco también eran suyas), de que analgésicos y la baja oxigenación del cerebro durante el coma conllevarían luces y sonidos percibidos por la mente. Ni tampoco de que la experiencia de casi muerte sería sólo una manera del cerebro lidiar con un trauma grave.

Dr. Eben sabe ahora que no es eso, que no puede ser nada de eso. Sus colegas deberían también reflexionar un poco más, pues su caso fue de hecho muy significativo. Él ya estaba siendo dado como muerto, y despertó en el momento en que la junta médica se reunió con la familia justamente con el objetivo de desconectar los aparatos y dejarlo partir. El Dr. Eben Alexander vivenció su “yo” como el espíritu que realmente es, y por eso ahora él sabe que ese sentimiento no es provocado por ninguna conexión química de su cerebro. Él sabe de eso con la más plena convicción, porque esa experiencia quedó grabada en su alma de modo indestructible, haciéndose cosa propia y personal.

La ciencia puede inventar las explicaciones que quiera, pero nada cambiará en adelante la convicción del Dr. Alexander, que hasta escribió un libro para relatar su experiencia, intitulado “Prueba del cielo: la jornada de un neurocirujano por el otro lado de la vida”. Él escribió el libro aún sabiendo que con eso colocaba su reputación en riesgo, pues creía que sus años de experiencia científica podrían ayudar a persuadir algunos escépticos a abrir sus mentes para la realidad de la continuación de la vida después de la muerte. Una aptitud bastante loable y corajuda, sin duda, aunque con ínfima posibilidad de éxito, para no decir nula. Dice el desconsolado Dr. Eben en su libro: “En mi inocencia, yo estaba ansioso para compartir esas experiencias, sobre todo con mis colegas de medicina. A fin de cuentas, lo que viví alteró mis creencias a respecto del cerebro, de la consciencia y del sentido de la vida. ¿Quién no estaría interesado en oír sobre esos descubrimientos? Muy poca gente, como percibí. Sobretodo personas con credenciales médicas”.

En una entrevista sorprendente, entre las muchas que concedió en esa época, Eben Alexander hace una descripción muy nítida de una maravillosa región que visitó en su jornada extracorpórea. A pesar de la belleza y el encanto que ahí son reinantes, no se trata aún del reino espiritual como él imagina. El Dr. Alexander conoció un plano no físico, pero aún constituido de materia, aunque más sutil de lo que la que percibimos con nuestros sentidos corpóreos. No podemos olvidarnos que el Hijo de Dios alertó: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas” (Jn14:2).

No hay nada de extraordinario en adentrar en un mundo próximo a la Tierra de materia densa sin el cuerpo físico. Hacemos eso todas las noches cuando dormimos. En algunas situaciones esa locomoción ocurre concientemente, lo que también no es errado si no ha sido llevada a efecto de modo artificial, como por medio de ejercicios, por ejemplo. En el libro Buda, publicado en el idioma portugués por la Ordem do Graal na Terra, hay un relato de la visita del nieto de Buda a una de esas regiones próximas al mundo físico–material.

Los pueblos ancestrales, por cierto, se pondrían muy espantados si supieran que en el futuro habría acaloradas discusiones sobre la existencia o no de mundos en el más allá, sobre la posibilidad o no de vida después de la muerte. Estarían atónitos en verdad, perplejos, reconociendo de inmediato lo cuanto la humanidad del futuro habría involucionado en su saber sobre los engranajes de la Creación, como resultado inevitable de la preponderancia concedida a la actividad del raciocinio en detrimento de la prevista evolución espiritual.

En la misma entrevista, el Dr. Eben también habla de la “chispa, de la centella que tenemos dentro de nosotros”. Eso es igualmente verdadero, aunque ella no sea de naturaleza divina. No obstante, con los varios testimonios que dio sobre su extraordinaria experiencia fuera del cuerpo, Dr. Eben cumplió una incumbencia muy importante, que fue la de hablar claramente, abiertamente, sobre asuntos espirituales en un mundo hundido en el materialismo, en este nuestro tiempo tan triste, en que los verdaderos valores del ser humano fueron obscurecidos por él mismo.

Los neurocientíficos “ortodoxos” argumentan que las experiencias de Eben Alexander no pasan de ilusiones mentales. Insisten que la prueba de que la consciencia reside en el cerebro es que quedamos inconscientes cuando somos sometidos a una anestesia general, o que desmayamos y perdemos la consciencia en el caso de falta de oxígeno. Si, en las etapas iniciales del coma, mientras las almas aún están dentro de los respectivos cuerpos, ellas están, de hecho, incapacitadas de percibir e interactuar con el mundo a su alrededor; pero eso no significa que la consciencia espiritual desapareció. Después, cuando la conexión magnética entre alma y cuerpo afloja, al punto de que ellas puedan salir del cuerpo, perciben nítidamente que aún son ellas mismas que están ahí, sus “yos” observando todo desde arriba: los médicos, los aparatos, el propio cuerpo inerte en la camilla. Es un proceso semejante en todo al sueño y a los sueños.

Cuando soñamos, también sabemos que somos nosotros mismos que experimentamos todo lo que nos viene a nuestro encuentro, ¿No es así? Y, no obstante, estamos del mismo modo fuera de nuestros cuerpos durante ese periodo. Por tanto, no cabe la alegación de científicos materialistas de que existe pérdida de consciencia durante el sueño. La consciencia permanece tranquilamente, pues sabemos muy bien que somos nosotros mismos que vivenciamos todo lo que soñamos, a pesar de que el alma está fuera del cuerpo durante las experiencias que denominamos sueños, lo que, por cierto, es una prueba más de que la conciencia del “yo” no está depositada en el cerebro.

Palabras del Dr. Eben Alexander: “¡Nadie en la Tierra nunca irá alcanzar una explicación materialista de como el cerebro crea la consciencia, porque él no hace eso!” Evidentemente, tanto esa afirmativa del Dr. Alexander como mi explicación nunca serán aceptadas por un científico materialista. Quien se somete por entero al raciocinio, como es el caso de la inmensa mayoría de los discípulos de la ciencia, también restringe automáticamente, al mismo tiempo, su capacidad de visión y comprensión de la realidad. Tal persona está sometida también a las restricciones inherentes a la constitución del raciocinio; ella simplemente no consigue ver más adelante, aunque lo quiera. Científicos y no científicos materialistas sufren todos de la misma restricción de comprensión autoimpuesta, lo que los incapacita a reconocer las leyes que gobiernan el mundo en que viven.

 

“El hombre que se sometió por entero a su intelecto se sometió también por completo a las limitaciones del mismo, el cual, por ser producto del cerebro físico, está íntimamente vinculado al espacio y al tiempo. El hombre se encadenó así totalmente a lo material.”

(La Voz Interior)

“Por la restricción de su entendimiento, se han privado de la posibilidad de reconocer la cegadora grandeza que reside en la simplicidad de las leyes divinas. Son literalmente incapaces de ello. Dicho en buen castellano: están demasiado idiotizados por la atrofia parcial de su cerebro, que llevan consigo desde el momento de su nacimiento hasta nuestros días, como trofeo de su más grande conquista.”

(¡Padre, Perdónalos Porque No Saben Lo Que Hacen!)

 

Los casos de experiencias de casi muerte son realmente bastante comunes, de modo que existen algunos pocos investigadores que investigan el fenómeno sin ideas preconcebidas. Algunos testimonios colectados por esos investigadores sobre personas que pasaron por esa vivencia tan profunda son bastantes clarificadores*:

 “¡Yo estaba consciente de que aquel cuerpo, pareciendo un material inerte, una masa caída cerca de la puerta, había pertenecido a mí, pero no era yo!”; “Yo, el real ‘yo’, no estaba sobre la cama y comencé a pensar sobre eso. Yo sabía que no sentía la cama debajo de mí.”; “Percibí que estaban hablando de mí. Traté de decir a ellos que yo no estaba allá, pero se tornó obvio que no estaban escuchándome, y yo sabía los pensamientos de ellos.”; “Traté desesperadamente de decirles que yo no estaba más ahí, y que no sentía dolores.” “De alguna forma entendía lo que estaban diciendo y hasta lo que estaban pensando.”

 

*Extraído del trabajo Do any Near-Death Experiencies Provide Evidence for the Survival of Human Personality after Death? Relevant Features and Illustrative Case Reports, de autoría de Emily Cook, Bruce Greyson y Ian Stevenson.

 

Vemos que en uno de los testimonios de la persona fuera del cuerpo percibe que su “yo real” no estaba sobre la cama y comienza a pensar sobre eso. Pero… ¿Alguien fuera de su cuerpo físico puede pensar? ¿Y un alma ya desconectada del cuerpo, consigue también pensar?

Un alma no puede más raciocinar, o pensar con el raciocinio. No puede ponderar más intelectivamente sobre algo y pesar los pros y contras, pero ella puede, sí, pensar. El alma es solamente el espíritu humano sin su vestidura más externa, el cuerpo físico, pero con otras envolturas más sutiles que lo envuelven, que también son cuerpos. La diferencia es que en esa situación los pensamientos serán siempre oriundos del vivenciar inmediato del alma, y no más de reflexiones del raciocinio, las cuales dependen enteramente del funcionamiento del cerebro físico. En la conferencia “La Muerte”, Abdruschin aclara que “en el mundo de la materialidad etérea todos los sentimientos son vividos íntegramente y sin impedimento ninguno.” Y en este pequeño trecho de la conferencia “Fallecido”, que muestra los primeros pasos en el más allá de una persona materialista, vemos que el alma posee, sí, la prerrogativa de pensar, aunque con bastante dificultad en un caso así:

 

“Una y otra vez, se cae al suelo, se hiere, se golpea a derecha e izquierda, contra las esquinas, contra los salientes, pero no consigue sosegarse: un impulso irresistible le obliga incesantemente a tantear y buscar. ¡Buscar! Pero, ¿qué? Sus pensamientos son confusos, decaídos, desesperados. No acierta a comprender lo que busca, pero sigue buscando, y ese afán va empujándole hacia adelante, siempre adelante, hasta caer desfallecido, para volver a levantarse a fin de proseguir su peregrinación.

(…)

Ese grito de infinita desesperación y de desesperanzado dolor, ese deseo de salir definitivamente de tal estado, da lugar al nacimiento del primer pensamiento. Trata de averiguar lo que le ha arrastrado a tan terrible situación, lo que le ha obligado a andar errante en medio de tinieblas.

(…)

¡El otro mundo! Entonces, quiere decir que ha muerto y que, no obstante, sigue viviendo, si se puede llamar vivir a este estado. Pensar le resulta extremadamente difícil. Vacilante, prosigue la búsqueda …”

(Fallecido)

 

Los individuos que pasan por vivencias de casi muerte consiguen entender los pensamientos de las personas alrededor de sus cuerpos inertes porque aún traen consigo una envoltura de materia física densa, aunque un poco más sutil. Como quien está fuera del cuerpo físico en una de esas experiencias está envuelto en un cuerpo físico-material más etéreo (cuerpo astral), la percepción de los pensamientos, igualmente constituidos de materia física más etérea, es muy facilitada. Es la misma situación que ocurre en los centros espíritas, en los casos en que almas poco limpias buscan evidenciarse mediante la expresión de cosas que las mismas personas que ahí están presentes piensan y desean:

 

“Con habilidad extraordinaria los espíritus del más allá se sirven a menudo de palabras grandilocuentes y, dado que ellos pueden leer fácilmente los pensamientos de las personas que intervienen, tratan de dar contestación en el sentido deseado por estas últimas; pero, en cuanto se trate de preguntas serias procuran siempre engañar y, al repetirse esto con frecuencia, intentan someterlas poco a poco bajo su creciente influencia para atraerlas lentamente, pero con toda seguridad hacia el abismo.”

(La Ciencia Moderna del Espíritu)

 

Un conocido mío, evangélico, que pasó por una experiencia de casi muerte después de un grave accidente automovilístico, cuenta que mientras estaba fuera del cuerpo comprendía perfectamente los pensamientos de las personas alrededor del desastre. Una de esas era un amigo muy próximo, espírita, que viajaba junto con él y salió ileso del accidente. Ese amigo espírita dijo después que sentía que ese conocido mío estaba “escuchando” sus pensamientos. Esa contingencia fue posible por la conjunción de dos factores: primero, por los fuertes lazos de amistad que unían a los dos, facilitando un intercambio de sensaciones y una clara percepción de estas. En segundo lugar, porque siendo aquel amigo espírita, estaba de cierta forma familiarizado con manifestaciones exteriores, fuera de la materialidad visible, no habiendo engendrado ningún bloqueo mental contra esa posibilidad. Ese conocido mío accidentado consultó posteriormente el pastor de su Iglesia para tratar de obtener algún aclaramiento, y fue por él informado de que había soñado todo aquello.

La experiencia de casi muerte ocurre cuando, debido a algún grave accidente o exacerbación de una enfermedad, la fuerza magnética de irradiación del cuerpo se debilita de tal forma que este no consigue más retener el alma, por lo que esta se desprende conscientemente de él. Esa alteración de irradiación también ocurre naturalmente todas las noches durante el sueño, permitiendo que el alma se desprenda del cuerpo físico, pero no conscientemente.

La experiencia de casi muerte es realmente eso mismo: una “casi muerte”, que solo no se efectuó porque aún subsistió el cordón de ligazón del alma al cuerpo físico, y alguna contingencia permitió que este cuerpo pudiese recuperarse y volver a emitir una irradiación que mantuviese nuevamente el alma dentro de sí. Ese cordón de ligazón entre alma y cuerpo es el mismo “cordón de plata” mencionado en la Biblia (cf. Ecl12:6). Sobre el debilitamiento de la fuerza de atracción magnética entre el cuerpo y el alma por ocasión de la muerte, dice Abdruschin:

“A eso se debe también que, si un cuerpo es destrozado por la violencia, trastornado por la enfermedad o debilitado por la edad, el alma haya de abandonarlo en el momento preciso en que dicho cuerpo ya no sea capaz de producir la intensidad de irradiación requerida para la actuación de la fuerza de atracción magnética necesaria para contribuir a la sólida unión entre cuerpo y alma.

De ahí se deriva la muerte terrenal: el despojamiento o desprendimiento del cuerpo físico de la envoltura etérea del espíritu; es decir, la separación.”

(El Nombre)

Como ya ha sido dicho, hay una minoría en la ciencia médica que, a pesar de los ataques de los colegas, prosiguen con sinceridad en sus investigaciones para elucidación de las experiencias de casi muerte. Es el caso del Dr. Parnia, médico del Stony Brook University Hospital, en el estado de Nueva York, responsable por el Proyecto “Conciencia Humana”, que recopila y estudia científicamente casos de casi muerte en 25 hospitales en los EUA y Europa.

Después de observar innumerables episodios en que los pacientes volvieron del coma relatando cosas que vieron y escucharon, incluso detalles de la ropas y conversaciones de los grupos médicos, mientras sus cerebros no registraban ninguna actividad, situaciones para las cuales no existe ninguna explicación neurológica, el Dr. Parnia observó: “Aunque los estudios sobre el encéfalo durante la parada cardíaca hayan consistentemente demostrado no haber actividad cerebral mensurable, esas personas relatan detalladas percepciones que indican lo contrario, o sea un elevado nivel de consciencia en la ausencia de actividad mensurable.” Y constató: “La idea de que procesos electroquímicos en el cerebro causan la conciencia puede no ser más correcta. (…) Tal vez la conciencia sea una entidad separada del cerebro. (…) Los datos sugieren que la conciencia no es aniquilada.” Y remató: “A lo largo de la historia, hemos tratado de explicar las cosas de la mejor forma posible con las herramientas de la ciencia. Pero varios científicos de mente abierta y objetiva reconocen que tenemos limitaciones. Si algo es inexplicable con nuestra ciencia actual, entonces no significa que sea supersticioso o errado. Cuando se descubrió el electromagnetismo, básicamente fuerzas que no podían ser vistas o medidas, muchos científicos hicieron chistes con él.”

Es un aliento, sin duda, saber que aún existen hombres de la ciencia como el Dr. Parnia.

“¿Cuánto tiempo hace que el hombre negaba muy enérgicamente la existencia de los millones de microorganismos multicolores contenidos en una gota de agua, cosa que, hoy día, hasta a los niños les es conocida? ¿Y por qué no era admitido? ¡Sólo porque no se los vela! Solamente después de haber sido inventado un instrumento apropiado a su naturaleza, fue posible reconocer, ver y observar ese nuevo mundo.”

(Espiritismo)

Observando el posicionamiento realmente loable del Dr. Parnia y su grupo de colaboradores, me acordé del modo de actuar de un gran científico del siglo pasado, posiblemente el más grande: Albert Einstein.

Einstein consideraba la intuición como la llave para la comprensión del Universo y el raciocinio sólo como mera herramienta complementaria. Él estaba angustiado en ver que la ciencia de que hacía parte, y de la cual era su más ilustre representante, no comprendía eso y tomaba el camino inverso. Son de Einstein las siguientes frases y conceptos, realmente lapidares: “Necesitamos tener cuidado para no hacer del raciocinio nuestro ‘dios’; él tiene músculos poderosos, es verdad, pero ninguna personalidad.”; “La mente intuitiva es un don sagrado y la mente racional un siervo fiel. Nosotros creamos una sociedad que supervaloró el siervo y se olvidó del don.”; “La religiosidad del sabio consiste en espantarse, en extasiarse delante de la armonía de las leyes de la naturaleza, la cual revela una inteligencia tan superior que todos los pensamientos y todo el ingenio humano solo puede desvendar, delante de ella, su nada irrisorio.”

Seguramente, Einstein fue un científico en quien aún trabajaban en cierta armonía el cerebro y el cerebelo, sin que tuviese conocimiento de eso. Si no fuese así, él no admitiría la posibilidad de que el pensar es una “imagen-pensamiento que se materializa”, concepto muy próximo de la realidad.

“Muy pocos son los hombres en que la parte encefálica receptora mantiene aún, hasta cierto punto por lo menos, una colaboración armoniosa con el cerebro anterior. Esos tales se salen del marco habitual, se destacan por sus grandes inventos o por la asombrosa seguridad de su capacidad sensitiva, que les permite percatarse rápidamente de lo que otros sólo pueden asimilar al cabo de penosos estudios.”

(El Instrumento Deformado)

Loable de cierto modo también la actitud de uno de los pioneros de la neurociencia, el norteamericano Wider Penfield (1891 – 1976), que después de dedicar toda su vida tratando de estructurar las bases científicas de la mente, concluyó: “La mente tiene una existencia distinta del cerebro, aunque esté íntimamente relacionada a él. No hay un lugar en la corteza donde la estimulación eléctrica haga el paciente decidir.” El investigador quedó muy impresionado cuando, al estimular un área específica del cerebro de un paciente y obtener una respuesta automática del cuerpo, éste le había dicho: “¡No fui yo quien hizo eso, fue usted!”

Reitero una vez más que el sentimiento o el sentido del “yo”, usual y erróneamente denominado “mente”, proviene únicamente del espíritu humano desarrollado, que adquirió la autoconciencia del existir. Por tanto, no apenas el cerebro no crea la mente, como la propia mente no es la sede del sentimiento del “yo”.

Cito aquí algunas consideraciones del neurocientífico Dr. Fernando C. Gomes Pinto, absolutamente incuestionables: “Su cerebro hace la interfaz de su ‘yo’ con este mundo, pero también hace la interfaz de este mundo con su ‘yo’. (…) Lo que siento es que existe esa conciencia individual antes y después de la vida física (espíritu). Siento que el método cartesiano y la clasificación binaria no son suficientes para probar la realidad de la existencia y la realidad de la inmortalidad del espíritu. Siento que un espíritu, para expresarse con toda su potencialidad, necesita de un cerebro y un cuerpo saludable.”

Posicionamientos como estos, así tan lúcidos y corajudos, son raros entre los neurocientíficos, casi todos indisolublemente presos a las amarras del más craso materialismo. Es un aliento ver que un discípulo de la ciencia defienda conceptos no materialistas.

Usted, lector, espíritu humano que vive en esta Tierra, es propiamente ese “yo” que siente, que percibe el mundo a su alrededor y que con él interactúa. Usted es un espíritu envuelto por dos envoltorios básicos: uno más sutil, de materia más etérea, denominado alma, y otro más pesado, constituido de materia más densa, llamado cuerpo físico. Ni el alma y ni el cuerpo son usted propiamente, no son propiamente “vivos” a bien decir, sino sólo vivificados durante algún tiempo por el espíritu en sus caminos de desarrollo en los mundos de las materias.

“porque esta vida terrenal es una escuela en la que a todo ‘yo’ se le ha dado posibilidad de progresar conforme a su libre albedrío.”

Ascensión

El proceso de la autoconciencia del espíritu es muy lento en el mundo material. Una única vida terrena y una única pasada por el mundo del Más Allá serían insuficientes para su plena obtención. Son necesarias varias vidas terrenas y también vivencias en el Más Allá para que el espíritu pueda adquirir y consolidar su forma humana, lo que siempre ocurre conjunta y paulatinamente con el proceso de la autoconciencia. Y, bien entendido, seres humanos reencarnan en cuerpos humanos solamente, con su alma de materia fina también ya en forma humana. La forma humana espiritual es que se va estableciendo poco a poco, como fruto de las vivencias en el Más Acá y en el Más Allá. Milenios son necesarios para la conclusión de ese proceso, desde la primera vez en que zambullimos en la materia, como gérmenes espirituales inconcientes provenientes del Paraíso, hasta el retorno a ese mismo Paraíso, como espíritus plenamente concientes. La obtención de la autoconciencia individual, relacionada directamente a la conformación humana espiritual, es, por lo tanto, un proceso paulatino, no inmediato.

El germen espiritual inconciente, que por primera vez es sembrado en los campos de cultivo de la materia, comienza poco a poco a adquirir experiencias a través de vivencias. Con eso, la irradiación por él emitida continuamente va, también poco a poco, haciendo germinar una forma humana que, por fin, constituirá el espíritu humano plenamente conciente de sí. El núcleo del germen o chispa espiritual no deja de existir con ese proceso creciente de autoconciencia del espíritu, sino en él permanece irradiando, a semejanza del corazón en el cuerpo físico.

Tanto el alma como el cuerpo físico con su cerebro son solamente instrumentos para la actuación del espíritu. El raciocinio, a su vez, es solamente un producto del cerebro terreno, sujeto a todas las limitaciones del mundo material, debiendo constituir solamente una herramienta para la efectuación de la voluntad espiritual en la Tierra.

 

“El hombre fue dotado de intelecto para que hiciera de contrapeso durante cada existencia terrenal, y tirara hacia abajo del elemento espiritual, tan inclinado a elevarse, a fin de no dejarle flotar exclusivamente en alturas espirituales, desatendiendo así sus deberes en la Tierra. El intelecto debía servir también para facilitar toda existencia terrenal, pero, sobre todo, para infundir en las pequeñeces de la Tierra ese poderoso impulso hacia lo elevado, hacia lo puro y perfecto, que está inherente en el espíritu desde sus primeros orígenes como su característica más personal, y que debía manifestarse visiblemente en los sucesos propios de la materialidad física. El intelecto estaba llamado a ser el ayudante del espíritu, o sea, su servidor, y no el encargado de decidir y dirigir todo. Debía contribuir a crear posibilidades físicas, es decir, materiales, para la realización de las tendencias espirituales. Debía ser el instrumento y el lacayo del espíritu.

(¡Padre, Perdónalos Porque no Saben lo que Hacen!)

 

El raciocinio humano es una herramienta que podía y debía ser animada y vivificada por la actuación del espíritu, si el puente para su actuación en el mundo material, el cerebelo, no hubiera sido descuidado y abandonado a la inevitable atrofia, como resultado de la ley de adaptación.

 

“La parte del cerebro que debe formar el puente hacia el espíritu, o, mejor dicho, que debe ser el puente de unión del espíritu con todo lo terreno, se halla, pues, paralizada; la conexión ha sido cortada o, por lo menos, debilitada. De este modo, el hombre se ha privado a sí mismo de toda posibilidad de actuación espiritual y, con ello, de toda posibilidad de ‘animar’ su intelecto, de espiritualizarlo y vivificarlo.”

(Érase una Vez)

 

Es un crimen grave contra las leyes del Universo, y un gran retroceso, cuando a esa limitada herramienta se le da un poder de decisión que solamente cabe al espíritu. Sólo un espíritu indolente, que haya perdido la voluntad de cumplir su real incumbencia en la Creación, consiente que el raciocinio continúe actuando superiormente a él después de haber adquirido el saber de ese desarrollo errado, que se efectuó en gran escala en el mundo, a lo largo de centenas de millares de años.

De ese gran crimen global, el verdadero pecado original, entonces advinieron todos los otros males que afligen a la humanidad del presente, como resultado natural. El padre jesuita Teilhard de Chardin (1881 – 1955), involuntariamente se aproximó de la verdad en sus reflexiones sobre el pecado original, tomadas como heréticas en su época y que le hicieron lograr una severa persecución por parte de la Iglesia. El padre Chardin creía que el entendimiento sobre el pecado original no debía ser buscado en la interpretación literal de la historia de Adán y Eva, sino más bien en el hecho de que el hombre le dice “no” a su Creador.

El ser humano, de hecho, posee plena libertad de decisión. Él dispone de su libre albedrío, el cual, sin embargo, está vinculado a la más integral responsabilidad por todo lo que él piensa, habla y hace. Decirle “no” al Creador es lo mismo que darle la espalda a las leyes por Él entretejidas en la obra de la Creación. Las últimas consecuencias de ese procedimiento serán solamente dolor, lágrimas, ruina y, por fin, la muerte espiritual.

En obediencia a la ley de adaptación, resultante directa de la ley de movimiento como ya hemos visto, originada a su vez de la ley básica de la reciprocidad, la caja craniana de la especie humana se fue moldeando paulatinamente para abrigar el encéfalo (subdividido en cerebro, tronco encefálico y cerebelo), que se modificaba en dos frentes: la hipertrofia del cerebro anterior y la consecuente atrofia del cerebelo. Como ya se ha dicho, este hecho constituyó el verdadero “pecado hereditario”, herencia de un proceso de evolución contrario a lo preconizado por las leyes primordiales, que presagiaba un desarrollo armonioso de las dos partes del cerebro. Esa torsión en el desarrollo natural seguramente contó también con nuestra propia contribución en otras vidas. Por eso, no tenemos que imaginar ninguna injusticia cuando somos ahora obligados a deglutir los frutos amargos de nuestra nefasta siembra de antaño.

Pero sí, debemos reconocer como errado el desarrollo antinatural del cerebro y buscar vivir de forma a que nos tornemos criaturas más intuitivas, lo que robustecerá paulatinamente el cerebro posterior, también como efecto natural de la ley de adaptación. Debemos espejarnos en la pureza de los primeros seres humanos y también en la de los pueblos no degenerados de muchos milenios pasados que vivían en completa armonía con todas las leyes de la naturaleza. En ellos, la herramienta disponible para utilización en la materia, el cerebro, aún no estaba deformada.

“En verdad que sois muy ruines en comparación con esos de quienes afirmáis, hoy, que aún estaban en los comienzos de la evolución y no habían adquirido todavía la plenitud de su valor humano.

Sin embargo, en la creación, tenían más valor que vosotros actualmente, y, ante el Creador, eran más valiosos y útiles que vosotros con vuestra lamentable deformación, que sólo es capaz de sembrar desolación en lugar de ennoblecer lo existente.”

(Las Esferas Espirituales Originarias IV)

 

Quiero terminar este ensayo sobre el sentimiento del yo con las palabras de una joven francesa de 18 años, de nombre Claire Pic, registradas en su diario en la lejana fecha de 24 de febrero de 1867:

“A veces, tengo la vivencia de una alegría intensa al saborear la bendición de ser. No la existencia banal y material de comer, dormir, ver algo bonito, oír sonidos melodiosos, pero si la felicidad diferente y delicada de ser una parte del gran todo, de ser un todo con la propia vida, las propias impresiones, los propios pensamientos. Es algo grande y maravilloso el derecho que Dios nos dio de decir ‘yo’.”