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Las dos grandes preguntas. ¿Quiénes somos nosotros? ¿De dónde vinimos? Las tentativas de solución de los dos enigmas básicos de la vida pueden ser insertadas en dos corrientes diametralmente opuestas: La creacionista y la evolucionista. Los adeptos de la primera se valen de una interpretación rígida de las escrituras, mientras que los de la segunda se apoyan en una visión materialista de fenómenos exteriores. Fundamentalismo religioso de un lado, científico del otro.
Desde el siglo pasado esas dos corrientes ya midieron fuerzas varias veces, en un flujo y reflujo de batallas ganadas y perdidas, con traiciones y deserciones, conquistas y capitulaciones. Ni siquiera los creacionistas habían acabado de conmemorar el desmoronamiento de la insostenible teoría de la generación espontanea, y las ideas de Darwin ya comenzaban a ganar el mundo. Lo que se siguió a partir de entonces fue una sucesión de debates acalorados, pruebas y contrapruebas y hasta procesos judiciales.
¿Cuál de las concepciones sería la correcta? ¿El primer hombre habría sido creado del barro y la primera mujer nació de su costilla? ¿O la pareja prime de la humanidad habría surgido de una disidencia simia? ¿Barro o simio?
Existe algo en común en esas dos teorías, aparentemente tan dispares entre si. Ambas son productos exclusivos del intelecto humano. Fueron moldeadas por el raciocinio. Ninguna de ellas es el resultado de una búsqueda espiritual.
Pues en un caso es apenas trabajo del raciocinio la interpretación literal de metáforas de cuño espiritual. Él, el raciocinio, no tiene la capacidad de suplantar lo meramente terrenal en sus análisis, Ya que él mismo es un producto del cerebro material. Por eso, comprime todo con lo que se encuentra en concepciones por demás limitadas, torcidas, circunscritas al ámbito del espacio y del tiempo terreno. De esa torsión padecen todas las enseñanzas espirituales transmitidas a la humanidad con el transcurrir del tiempo. Nada se conservó puro, nada fue comprendido en su sentido más profundo. Lo que sobró después de la pasada de esa apisonadora del cribo intelectivo ni de lejos recuerda los preceptos originales.
Del otro lado la situación no es mejor, pues allí la veneración del ídolo raciocinio es condición previa para un aspirante poder recibir la patente de científico. Y es justamente uno de esos exponentes (premio Nobel por cierto) que nos asegura que “la vida surgió por acaso, cuando en un determinado momento algunos elementos químicos se combinaron y pasaron a hacer copias de sí mismos”. Según esa concepción, los billones de seres humanos en la Tierra, las incontables especies de animales y vegetales, virus y dinosaurios, bacterias y ballenas, todas las formas de vida que pueblan el planeta o que ya pasaron por aquí, son el resultado de la fortuita combinación de algunos elementos químicos – que vinieron no se sabe de donde – ocurrida hace tres billones de años, y que, aburridos que estaban en medio a aquella sopa de los albores, decidieron por bien comenzar a hacer copias de sí mismos y resultó en eso. En algunos planetas, como Marte, por ejemplo, esos voluntariosos elementos químicos no quisieron reproducirse, y es por eso que hoy no vemos ningún científico marciano tratando de explicar como la vida surgió…
Una explicación de esas para el origen de la vida, capaz de arrancar una justificada carcajada de un campesino analfabeto, es lo máximo que la ciencia tiene a ofrecer como resultado del trabajo del raciocinio. Eso debería constituir la prueba de que el intelecto es completamente incapaz de proporcionar respuestas a los cuestionamientos espirituales del ser humano. La ciencia es útil para explicar y catalogar fenómenos exclusivamente materiales, teniendo que fracasar fragorosamente cuando se atreve a querer explicar cosas que están por encima delos estrechos limites terrenos.
Nuestro origen no remonta a un ser creado literalmente a partir del barro, simplemente porque somos seres espirituales, provenientes del plano espiritual de la creación. Es para allá, por tanto, que debe ser dirigida la búsqueda. Pero no con el cavilar del raciocinio preso a la Tierra, y si con los atributos del propio espíritu. Por otro lado, lo que se desarrolló de un animal simiesco no fue el ser humano, que es un ente espiritual, más apenas su cuerpo terreno, que nada más es de que un envoltorio, un atuendo que le permite vivir y actuar aquí en la Tierra.
Esas simples indicaciones pueden ser enriquecidas sobremanera con aclaramientos más detallados. Más, para tanto, es necesario libertar el espíritu y la mente de los dogmas religiosos y científicos. Mientras el ser humano insista en aprisionarse voluntariamente con esas dos esposas, continuará excluyéndose automáticamente de reconocimientos más elevados.
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