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“Talento” aquí no en el sentido de habilidad o aptitud, pero si como denominación de una unidad de peso y monetaria existente en la época de Jesús, en la cual él se basó para elaborar una de sus más significativas parábolas: la “Parábola de los Talentos”.
Ese “talento” se relaciona al propio origen de la criatura humana: el germen espiritual, a partir del cual el espíritu se molda y se desarrolla, perfeccionándose por medio de vivencias en el mundo material, hasta tornarse apto a “reingresar a la Casa del Padre”, conforme una vez más aclara el Maestro en la “Parábola del Hijo Pródigo”.
Esos gérmenes o semillas existen en la patria espiritual del ser humano, la morada de la Casa del Padre denominada Paraíso, y que, desde allá se dirigen hacia las materialidades a fin de desarrollarse. Por tanto, no es ningún castigo ese fenómeno de aparente “expulsión del Paraíso”, pues eso se da naturalmente, en un bien determinado grado de maduración de esos gérmenes o semillas espirituales.
Por consiguiente, podemos decir que el ser humano trae en su interior una centella espiritual, como corazón vivo de su espíritu en proceso de desarrollo. Pero no trae nada de divinal, no tiene consigo nada de divino y nunca tendrá. El espiritual humano es parte de la ‘obra’ del Omnipotente, de Su Voluntad creadora, el Espíritu Santo, sin embargo, no posee nada directamente del propio Creador. Sobre eso, dice Abdruschin en “En la Luz de la Verdad”, el Mensaje del Grial:
“Considérese, a título de comparación, la propia voluntad. Es un acto, pero no una parte del hombre, pues, si así fuera, éste tendría que deshacerse al cabo del tiempo en sus muchos actos volitivos. No quedaría de él nada en absoluto.
¡Esto no es distinto en Dios! ¡Su Voluntad creó el Paraíso! Pero su Voluntad es el Espíritu, que llamamos “Espíritu Santo”. Por otro lado, el Paraíso fue únicamente la obra del Espíritu, no una parte de él mismo. Aquí nos encontramos con una gradación descendente. El Espíritu Santo creador, es decir, la Voluntad viva de Dios, no quedó absorbido por aquello que él creó. Tampoco se desprendió en ello parte alguna de él, sino que permaneció por sí mismo enteramente fuera de la Creación. La Biblia lo expone claramente con las palabras: “El Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas”, ¡no Dios en persona! ¡En eso hay una gran diferencia! Por tanto, el hombre no lleva en sí nada del Espíritu Santo, sino del espíritu, que es una obra, un acto del Espíritu Santo.”
Esa verdad, sin embargo, para nosotros no significa una limitación. Al contrario. Traemos en nuestro interior una partícula de la obra espiritual del Creador, una dádiva de Su Amor, que se origina de Su Voluntad perfecta. El Espíritu Santo no fue absorbido por la Creación, más ella está impregnada de la Voluntad de él, pues surgió de su irradiación. Por eso, la obra del Creador tiende naturalmente para el desarrollo y la perfección crecientes.
Así, si sintonizamos nuestra voluntad interior con esa Voluntad que nos dio origen, sin oscurecerla o restringirla por direccionamientos errados, actuaremos automáticamente de acuerdo con las leyes que el Espíritu Santo insertó en la Creación. Y es solamente de esa manera que nuestro talento original espiritual podrá rendir “intereses sobre intereses”. Dejar el espíritu actuar libremente dentro de sí es permitir que él evolucione, pues como obra del Espíritu Santo él tiende naturalmente para el desarrollo. “Éste no puede más que encaminarse hacia las alturas, ya que su propia especie le induce a ello. Hasta ahora lo habéis tenido confinado, privándole de la posibilidad de desarrollarse; le habéis atado las alas impidiendo su vuelo”, aclara nuevamente Abdruschin.
Y eso, a su vez, nos traerá infaliblemente, como efecto recíproco, lo que esa misma Voluntad creadora desea para todas sus criaturas, sin distinción: paz, felicidad y reconocimiento espiritual creciente en nuestra peregrinación por los caminos del desarrollo. Hasta que, finalmente, podamos estar de vuelta en Casa.
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