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Movimiento es una ley básica del Universo. Solo el movimiento continuo conserva algo saneado y útil. Así es con el cuerpo, así es con el alma, así es también con el espíritu de la criatura humana. Este solo se desarrolla cuando se mantiene integralmente en movimiento, en un riguroso equilibrio entre el dar y el recibir. Del mismo modo, la salud plena solo es alcanzada cuando el espíritu humano y sus dos envolturas básicas: el alma y el cuerpo físico, se mantienen en movimiento permanente.
El cuerpo necesita ser observado con cuidado y tratado con equilibrio en todo. Es indispensable una armoniosa compensación entre trabajo y descanso, vigilia y sueño, además de una alimentación variada y equilibrada, sin exageraciones de cualquier especie. Rigurosa actividad para el cuerpo es condición básica, pero que no sea a través del deporte, que es una práctica antinatural y dañina. ¿Por acaso alguien ya vio un animal practicando deporte por voluntad propia?…
Con relación al alma, cabe esta constatación del gran monje Pelagio, del siglo IV de nuestra Era: “Cada cristiano tiene que ser maestro artesano de su propia alma”. Es en ese sentido que se puede decir que el espíritu moldea el cuerpo, pues la voluntad espiritual, el corazón del hombre, trae en sí la fuerza para moldear el alma de materia fina, conforme indica muy claramente el Eclesiástico: “El corazón del hombre modela su rostro tanto hacia el bien como hacia el mal.” (Eclo.13:25). Si el corazón esta direccionado exclusivamente para el bien, el alma se tornará bellísima. El alma siempre evidenciará la real voluntad del espíritu. Puede traer en sí tanto las horribles marcas de vicios y propensiones, como los maravillosos adornos de las virtudes. De ese modo, el alma puede mostrarse pavorosamente fea, oscura, densa y pesada, o esplendorosamente bonita, liviana, resplandeciente y luminosa. Un alma bella es la mejor garantía de salud para el cuerpo, pues casi la totalidad de las enfermedades de hoy tienen un fondo anímico.
Por fin, el espíritu. Además de moldear el alma, él mismo también se muestra bello o feo, bien proporcionado o deformado, según la especie de su propia voluntad. El espíritu es el propio ser humano, aquello que él siente como su “yo”. El espíritu busca ajustarse a las leyes primordiales de la Creación en que vive, evolucionando dentro del más riguroso equilibrio entre el dar y el recibir, se torna cada vez más bello, hasta transfigurarse, por fin, en una copia de las imágenes de Dios. En ese proceso de desarrollo, sus intuiciones puras se elevan cada vez más, hasta anclarse en la patria espiritual. Desde allá, ellas lo sostienen y lo fortalecen en su recorrido ascensional por los varios planos de la obra de la Creación. Él sirve a la Luz naturalmente con esa su actividad alegre, y de ella recibe fuerzas para proseguir en el desarrollo. Ese es el camino de los bienaventurados, que con disposición correcta y empeño permanente serán capaces de alcanzar el albo máximo destinado al espíritu humano: la corona de la vida eterna. Sobre eso, dice Abdruschin en su Mensaje del Grial, la obra “En la Luz de la Verdad”:
“También de la bienaventuranza se han hecho todos los hombres, hasta el presente, una falsa idea. Consiste en la radiante alegría del trabajo bienhechor, y no en el perezoso holgar y disfrutar, ni tampoco en esa “dulce ociosidad” con que se suele encubrir astutamente todo lo falso.
Por esa razón, suelo llamar al paraíso humano: ‘el reino luminoso del gozoso trabajar’.
No de otro modo podrá alcanzar el espíritu humano la bienaventuranza, si no es trabajando gozosamente para la Luz. Sólo así se llegará a imponerle la corona de la vida eterna, que le ofrecerá la garantía de poder cooperar eternamente en el movimiento cíclico de la creación, sin peligro de caer en la descomposición como una piedra inservible para la construcción.”
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