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ODA A LOS ANIMALES
“¡Sea la luz!
¡Y hubo luz!
Llénense las aguas de multitudes de seres vivientes, y vuelen las aves sobre la tierra en la abierta expansión de los cielos.
Produzca la tierra seres vivientes según su género, animales domésticos, animales pequeños y animales de la tierra según su especie: y fue así”
Hechos por la Voluntad del Creador, destruidos por la voluntad del hombre. ¿Puede haber algo más sórdido, más torpe que un crimen practicado contra una criatura indefensa, como el animal?
Al contrario del ser humano, el animal es siempre inocente en todas las circunstancias. Jamás sufre por culpa propia, por la falta de respeto a cualquiera de las leyes de la Creación, pero tan solamente debido a la maldad del hombre y de los muchos desequilibrios que este provoca en el planeta. El Homo que se dice “sapiens” se tornó una bestia degenerada, probó y comprobó ser una especie que no dio resultado, y por eso tendrá que desaparecer de su hábitat. Así determina la madre Naturaleza contra cualquier cosa que perturba la armonía y no se ajusta a sus leyes perfectas.
Tendrá que desaparecer en casi su totalidad, para que las otras especies puedan continuar a desarrollarse en paz, sin necesitar más temer a ese monstruo ensandecido, que no ve nada delante de sí sino su propio bienestar. Un “bienestar” frecuentemente acomodado en el irrespeto, en la tortura y en la muerte de animales.
Para que hembras vacías de esa especie humana pudiesen deleitarse con pelajes suaves, cachorritos de focas son muertos a palos delante de las desesperadas madres focas.
Para que machos astutos de esa misma especie no necesiten amargar una reducción de sus ganancias en el comercio de carne de aves, pollitos recién nacidos son lanzados vivos en el fuego. Etc., etc., sin fin…
Un libro voluminoso podría ser producido solamente para describir las atrocidades que la criatura “humana”, cobarde hasta no dar más, ya fue capaz de practicar contra los animales, puestos en la Tierra en confianza, para que sean cuidados, resguardados y respetados por la especie dominante. Y otro libro aún más grueso registraría la enorme, la gigantesca indignación que toma cuenta de los pocos miembros de la especie humana que aún aman, de todo corazón, a la Naturaleza y sus entes.
No vale la pena discurrir más sobre el abominable crimen milenario del ser humano contra los animales. Del enorme rosario de culpas que él tendrá que responder delante del trono del Juez. Ese delito, específicamente, no podrá contar con ninguna atenuante. Quien practica o incluso da apoyo a cualquier acción dirigida contra los animales, ya no cuenta más espiritualmente. Visto desde arriba, él no existe más en la Creación. Solo continuará a vegetar algunos años más aquí en la Tierra, hasta ser barrido hacia afuera de la gran Obra, para alivio de todas las demás criaturas, creadas por la misma Voluntad del mismo supremo Creador.
Sigue ahora un diminuto trecho de la conocida carta que el cacique Seattle envió, en 1854, al presidente de los Estados Unidos, en el punto donde él menciona a los animales:
“He visto miles de búfalos pudriéndose en las praderas, abandonados allí por el hombre blanco que les disparó desde el caballo de hierro sin ni tan solo pararlo. Yo soy un salvaje y no comprendo como el humeante caballo de hierro pueda importar más que el búfalo al que nosotros solo matamos para poder vivir. ¿Qué sería del hombre sin los animales? Si todos los animales fuesen exterminados, el hombre también perecería de una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra a los animales pronto habrá de ocurrirle también al hombre. Todas las cosas están relacionadas entre sí.
(…)
Todo lo que ocurra a la tierra, le ocurrirá también a los hijos de la tierra.
(…)
También los blancos se extinguirán, quizás antes que todas las otras tribus. Contaminan sus lechos y una noche perecerán ahogados en sus propios desechos”.
Felizmente, el sabio cacique no vivió para constatar que esa, su previsión, ya tan amarga, no quedaría restricta solamente al hombre blanco, pero que se extendería a toda la humanidad del futuro. Él no necesitó ver como el ser humano, capaz de, en su tiempo, dejar búfalos pudriéndose en las praderas, estaría él mismo podrido en su alma en el final de los tiempos, rumbo a su descomposición espiritual. No tuvo que asistir como la raza humana estaría marcada para la extinción, y que no dejaría atrás de sí ningún recuerdo bueno, ninguna nostalgia a las demás especies que subsistirían en la Tierra. De todo eso él fue resguardado.
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