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Pentecostés era inicialmente el nombre que se daba a la “Fiesta de las Semanas” o “Fiesta de la Cosecha”, celebrada siete semanas después del inicio de la cosecha de trigo. Siete semanas corresponden a casi cincuenta días, por eso el nombre de “Pentecostés” (del griego pentekostes – quincuagésimo).
Las fiestas de la Pascua (del hebreo “Pésah” – paso) y de los Ázimos (panes sin levadura) fueron fundidas y fijadas en el décimo cuarto día del mes de Nisán, y a partir de entonces la Fiesta de las Semanas recibió una fecha regular en el calendario judío: siete semanas después de la Pascua, que actualmente conmemora la salida de los hebreos de Egipto. En el judaísmo, el Pentecostés pasó a recordar la otorga de la ley a Moisés. En el cristianismo, el Pentecostés celebra la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles, reunidos en el cenáculo, que habría ocurrido también cincuenta días después de la Pascua cristiana.
El evangelista Lucas describe con mucha claridad el vivenciar del Pentecostés sobre los discípulos reunidos en devoción, pero no el proceso en sí, que tanto él como los demás desconocían. En aquel día, los discípulos estaban pensando en su Maestro que había ascendido y que les prometiera enviar la fuerza del Espíritu Santo, conforme registrado por Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles: “Recibiréis una fuerza, la del Espíritu Santo, que bajará sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, por toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la Tierra. Después de esto, Jesús se elevó a la vista de ellos.” (Hechos 1:8,9). En esa ocasión, Jesús dijo a ellos que eso acontecería “dentro de no muchos días” (Hechos 1:5).
La narrativa de Lucas informa que los discípulos se reunieron justamente en el día de Pentecostés. El acontecimiento de la efusión de fuerzas del Espíritu Santo en ese día de Pentecostés calculado en la Tierra indica que, en aquel año, la reunión de los discípulos coincidió exactamente con el hecho real, que se procesa en alturas inimaginables de la Creación.
Es el siguiente el relato del evangelista: “Cuando llegó el día de Pentecostés, los discípulos estaban todos juntos en el mismo lugar. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados. Y se le aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo,” (Hechos2:1-4). Varios cuadros antiguos buscaron retratar ese acontecimiento especial.
Los discípulos pudieron vivenciar conscientemente el Pentecostés porque se encontraban reunidos en devoción en el momento exacto en que se daba el derramamiento de fuerzas del Espíritu Santo sobre la Tierra (http://bit.ly/24RDB8x). El apóstol Pedro da detalles hasta del horario, al decir que estaban reunidos en la “tercera hora del día” (Hechos 2:15), que corresponde a las nueve horas de la mañana aproximadamente.
El derramamiento de fuerzas a través del Espíritu Santo, el Pentecostés, es un fenómeno que se repite regularmente en toda la Creación desde el inicio de los tiempos, y no fue llevado a efecto exclusivamente para los discípulos. Es la época del suministro de fuerzas para la Creación entera, el tiempo de la renovación, sin la cual todo cuanto fue creado acabaría por languidecer y desaparecer, tal como descrito en las leyendas sobre el Grial.
El famoso Rey David conocía el fenómeno y cantó en este salmo: “¡Cuan innumerables son tus obras, oh Señor! ¡La Tierra está llena de Tus beneficios! Si les quitas el hálito, mueren y vuelven al polvo de donde salieron. Si les envías Tu Espíritu, vuelven a la vida. Y así renuevas la faz de la Tierra” (Sl104:24-29-30).
Que el Pentecostés no ocurrió solo una única vez, exclusivamente para los discípulos, queda claro en algunos pasajes de los Hechos de los Apóstoles: “Mientras aún hablaba Pedro estas palabras, el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso. Los fieles de origen judía, que habían venido con Pedro, se quedaron admirados de que el don del Espíritu Santo fuese derramado también sobre quien era de origen pagana.” (Hechos 10:44,45). “¿Puede acaso alguno impedir el agua para que no sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo también como nosotros? (…) Y cuando comencé a hablar, cayó el Espíritu Santo sobre ellos también, como sobre nosotros al principio.” (Hechos 10:47; 11:15).
Los judíos de aquella época quedaron admirados con el derramamiento de fuerzas del Espíritu Santo sobre los paganos, porque no conocían nada sobre la regularidad de la renovación de la fuerza de Dios para la Creación entera, tal como quedarían admirados también los fieles cristianos de hoy si supieran que esa renovación continúa a ocurrir, año a año. No obstante, Pedro ya había dicho a los oyentes que el don del Espíritu Santo era para ellos y sus hijos, así como “para todos los que están lejos” (Hechos 2:39). En el Antiguo Testamento vemos una alusión a ese proceso, completamente desconocido de los israelitas, con la indicación de que “La gloria del Señor llenaba el Templo del Señor” (1Rs8:11).
El Pentecostés ocurre en toda la Creación, y por consiguiente también en la Tierra y sobre toda la humanidad. Y continúa, sí, a ocurrir regularmente, año a año, en bien determinada época.
Basta al ser humano estar de alma abierta, pleno de humildad, para recibirlo y disfrutar de las bendiciones de la fuerza del Creador, derramada por el Espíritu Santo. Ese estado de alma purificada, humilde y receptiva, es precondición para el recibimiento de la fuerza.
Roberto C. P. Junior
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