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Esta conocida parábola del Maestro muestra cual es la característica fundamental de quien observa la Ley del Movimiento: ¡la vigilancia espiritual! Solo quien permanece vigilante en el espíritu consigue preservar la vivacidad de su facultad intuitiva, el “aceite de la lámpara”. Esa vivacidad no puede ser transferida de una persona para otra, pero si cada cual tiene que adquirir y conservar la suya, a través de su propio empeño. Esa imposibilidad de transferencia está indicada en el pedido negado a una de las vírgenes para pasar el aceite de otra lámpara para la suya. Es justamente esa vivacidad personal que permite al ser humano vigilante distinguir inmediatamente cualquier indicio referente a la llegada del “novio”, alegoría utilizada por Jesús para indicar la venida del Hijo del Hombre, el Portador de la Verdad.
Todas las diez vírgenes, terminaron por quedar soñolientas con el atraso del novio, tornándose de algún modo indolentes; sin embargo, las cinco que preservaron su capacidad intuitiva aún pudieron ir al encuentro de él a tiempo. El novio llegó en una hora totalmente inesperada: “a media noche”, lo que no impidió ser reconocido por las vírgenes prudentes, porque se portaron como una mujer ejemplar “su lámpara no se apaga de noche” (Pv31:18). Solo mucho más tarde es que las vírgenes necias buscaron por el novio, no obstante ni siquiera fueron consideradas por él, una vez que habían perdido su facultad intuitiva, justamente aquello que hace de un ser humano efectivamente un ser humano. Pasado un determinado plazo de desarrollo, es imposible recuperar esa facultad perdida. No será más posible adquirir aceite suficiente en la última hora.
Ellos pueden hasta oír, pero no comprenderán, pueden hasta ver, pero nada percibirán. Su comportamiento es idéntico al de aquellos judíos de Roma y sus ancestrales, sobre quien Paulo igualmente ya había declarado: “Bien dijo el Espíritu Santo a vuestros padres, por medio del profeta Isaías, cuando dijo: Ve a este pueblo y di: ‘Al oír oiréis, y no entenderéis; y viendo veréis, y no percibiréis;” (Hechos28:26).
Los que desde épocas remotas buscaron sofocar la voz de sus espíritus, la intuición, no estarán aptos a reconocer el Hijo del Hombre cuando éste se les presente. Escucharán las palabras y no comprenderán, mirarán su obra y no verán nada. Muestran con eso que también antaño no asimilaron en su corazón la Palabra exhortadora del Hijo de Dios. Pasarán por el Hijo del Hombre y por su Palabra sin percibir, sin nada entender, pues “tienen ojos para ver y no ven, oídos para oír y no oyen” (Ez12:2). Es en esa rebeldía contra la vivacidad espiritual que se cumple la profecía de Isaías, avalada por Jesús a los discípulos: “Es en ellos que se cumple la profecía de Isaías, que dice: Al oír oiréis, y no entenderéis. Y viendo veréis, y no percibiréis.” (Mt13:14).
El sentido es el de que sus lámparas de vigilia estarían totalmente apagadas en la época en que la Palabra del Hijo del Hombre estuviese actuando en la Tierra, porque no habría nada más que las pudiese iluminar, puesto que no mantuvieron el aceite consigo, o sea, la capacidad intuitiva. Abdrushin aclara ese aspecto en su obra En la Luz de la Verdad, el Mensaje del Grial:
“El que reflexione seriamente hallará la Verdad y, con ello, el verdadero camino. Pero los perezosos mentales y los indolentes que, como las vírgenes insensatas de la parábola, no mantengan siempre dispuestas, con la diligencia y vigilancia de que sean capaces, las pequeñas lámparas que el Creador les ha confiado, es decir, la facultad de analizar y dilucidar, podrán no advertir la hora en que llegue a ellos la “Palabra de Verdad”. Por haberse sumido en el apacible sueño de su indolencia y de su fe ciega, su propia pereza les impedirá reconocer al mensajero de la Verdad, al esposo. Cuando los que permanecieron vigilantes entren en el reino de la alegría, ellos serán echados a un lado, serán apartados.”
Por eso es tan importante conservar en los días de hoy la máxima vigilancia espiritual, cuidar del movimiento del espíritu, el cual ni podrá actuar de modo diferente sino exclusivamente en el sentido del bien, siempre siguiendo las indicaciones de la intuición.
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