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“Había en cierta ciudad un juez que ni temía a Dios ni respetaba a hombre alguno. Y había en aquella ciudad una viuda, la cual venía a él constantemente, diciendo: ‘Hazme justicia de mi adversario’. Por algún tiempo él no quiso, pero después dijo para sí: ‘Aunque ni temo a Dios, ni respeto a hombre alguno, sin embargo, porque esta viuda me molesta, le haré justicia; no sea que por venir continuamente me agote la paciencia.” (Lc18:2-5).
Luego después de proferir esa parábola, Jesús da a sus oyentes la explicación: “Escuchad lo que dijo el juez injusto: ¿Y no hará Dios justicia a sus escogidos, que claman a Él día y noche? ¿Se tardará mucho en corresponderles?” (Lc18:6,7).
La parábola, en conjunto con la subsecuente explicación de Jesús, muestra la diferencia abismal existente entre la justicia humana y la divina. Los hombres practican su “justicia” según las ponderaciones de su raciocinio, cuando quieren y como quieren, pues la justicia humana se presenta llena de lagunas y contaminada de actos arbitrarios.
La justicia divina es completamente distinta de la humana. Es inmutable e intangible. Jamás falla, aunque no sea reconocida por los hombres en la época de su desencadenamiento. Jamás falla porque está insertada en los efectos de las auto-actuantes y perfectas leyes de la Creación. Ella se destina al espíritu humano propiamente, y por eso alcanza la respectiva persona en cualquier lugar o época en que se encuentre. No está limitada por el tiempo y el espacio.
Para los seres humanos terrenos, la Justicia divina puede a veces parecer demorada, porque ellos la miden dentro del exiguo espacio de tiempo de una única vida terrena. Sin embargo, ella se cumple inexorablemente en el encerramiento del ciclo de la reciprocidad: “El Señor es paciente y grande en poder, pero a nadie deja impune” (Na1:3). Sobre esa inquebrantable e infalible justicia divina, observa Abdrushin en su obra En la Luz de la Verdad, el Mensaje del Grial:
“Los molinos de Dios muelen despacio, pero seguros”, dice el proverbio, expresando así, muy acertadamente, la actividad del efecto recíproco que reina en toda la creación, cuyas leyes inviolables son portadoras de la Justicia de Dios y la hacen cumplir. Esa actividad se extiende, emana, discurre y se vierte torrencialmente sobre todos los hombres. Nada importa que ellos lo deseen o no, que se sometan a ello o se rebelen en contra suya. Tendrán que aceptarlo como justa punición expiatoria o como recompensa en la salvación.”
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