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Algunos pasajes de los Evangelios que tratan de los acontecimientos referentes a la resurrección del Hijo de Dios muestran, de manera sorprendente, que Jesús no fue luego reconocido por los suyos.
María Magdalena, por ejemplo, “vio a Jesús que estaba allí; pero no sabía que era Jesús” (Jn.20:14), y hasta supuso que él era “el hortelano” (Jn.20:15). Llama la atención el hecho de ella solo haber reconocido el Maestro cuando él finalmente la llamó por el nombre (cf.Jn.20:16).
Poco antes vemos que, junto del sepulcro vacío, María Magdalena parece reflexionar en muchas cosas, menos en la resurrección. Sumergida en su tristeza, ella continúa pensando principalmente en el robo del cuerpo, conforme atestigua su reacción cuando vio el sepulcro abierto y salió corriendo para avisar Simón Pedro: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto” (Jn.20:2), había exclamado ella.
Los propios discípulos del Maestro también no lo reconocieron de inmediato (cf.Jn.21:4), y Mateo aún sustenta que, cuando lo vieron, los once se sorprendieron, sin embargo “Algunos dudaban” (Mt.28:17). Los dos discípulos a camino de la aldea de Emaús, que conocieron muy bien Jesús en vida, lo tomaron por un forastero, un simple peregrino en la fiesta de Pascua, a pesar de caminar al lado de él y conversar largamente con él (cf. Lc.24:13-24). El Evangelio de Marcos agrega que “Jesús apareció en otra forma a dos de ellos que iban de camino al campo” (Mc.16:12). Lucas, por su vez, informa que Jesús “Apareció en el medio de los apóstoles” (cf. Lc.24:36), no obstante, ellos, “aterrorizados y asustados, pensaban que veían un espíritu” (Lc.24:37).
El motivo de todas esas dificultades es que Jesús apareció delante de sus conocidos en su cuerpo de materia etérea, y no en su cuerpo terreno, que había sido destruido en la cruz. De ahí transcurre también la explicación de Lucas, de que los ojos de los dos discípulos en el camino de Emaús estaban “velados, de manera que no lo reconocieron” (Lc.24:16), y que cuando finalmente “les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron, más él se desapareció de su vista” (Lc.24:31). Fue por esa razón también que, después de muerto, Jesús pudo aparecer de repente, por dos veces, en el local donde los discípulos estaban reunidos, a pesar de que en ambos casos “estando las puertas cerradas” (Jn.20:19,26).
El Jesús resucitado siempre “surge”, “aparece” y “desaparece” instantáneamente, y nunca apenas llega, abre la puerta, se sienta, se levanta, sale y cierra la puerta simplemente, como alguien de carne y hueso. Para quien reflexiona un poco, también sus múltiples apariciones en varios locales, y en corto espacio de tiempo, desechan la suposición de una resurrección corpórea.
Los relatos de visiones sucesivas y consecutivas de Jesús resucitado en diversos lugares muy distantes entre sí, de Galilea a Jerusalén, indican que él apareció a aquellas personas en su cuerpo etéreo-material (alma), no sujeto a las limitaciones denso-materiales de espacio y tiempo: “Y él se apareció durante muchos días a los que habían subido juntamente con él de Galilea a Jerusalén” (Hechos 13:31).
En obediencia a las leyes instituidas por su Padre en la Creación, Jesús también no pudo subir a los cielos inmediatamente después de su muerte terrena, más tubo que aguardar aún “cuarenta días” (cf. Hechos 1:3) hasta que los cielos estuviesen abiertos para él, o sea, hasta que se encontrase bajo una bien determinada irradiación provenida del Alto. Sus apariciones se dieron justamente en ese periodo de espera de cuarenta días. Cuando María Magdalena, finalmente, reconoce el Maestro en su cuerpo de materia etérea y lo saluda alegremente, este le dice: “No me toques, porque aún no he subido a mi Padre” (Jn.20:17).
Jesús también no ascendió para junto del Padre en cuerpo físico, pues ese cuerpo es un envoltorio que pertenece a la materia de la Tierra, y en ese ámbito tendrá que permanecer. Si él hubiera subido al cielo en carne y hueso, entonces naturalmente también podría haber venido de allá ya portando un cuerpo terreno. Podría haber obtenido ese cuerpo en el propio cielo y bajado de allá en carne y hueso, ya como adulto, sin necesitar antes “nacer de una mujer” como todas las personas. Podría simplemente haber aparecido aquí en la Tierra en un determinado instante, sin necesitar pasar por todas las fases de un nacimiento terreno.
Que así no haya ocurrido indica que Jesús tubo que integrarse a las leyes perfectas de su Padre, pues cualquiera que baje a la Tierra está sujeto a esas leyes inmutables, con actuación precisa para la materialidad, lo que demuestra justamente la perfección de ellas. Por eso, “como los hijos [seres humanos] tienen en común la carne y la sangre, también Jesús participó de la misma condición” (Hb2:14).
Lo que es cierto en todo eso es que Jesús apareció a muchos (no a todos) después de su muerte, pero no que resucito carnalmente: “Dios le concedió que se manifestara, no a todo el pueblo, sino a los testigos que fueron escogidos de antemano” (Hechos 10:40,41). Si Jesús hubiese realmente resucitado en carne y hueso, su Padre no necesitaría “haberle concedido que se manifestara”, pues cualquiera podría haberlo visto y reconocido con la mayor facilidad. Sería como en la resurrección de Lázaro, cuando este retornó a la vida en el mismo cuerpo y todas las personas luego vieron que era él mismo.
Lucas también dice que “después de haber padecido, Jesús se presentó vivo con muchas pruebas indubitables” (Hechos1:3). Claro que él estaba vivo, solo que no más con su envoltorio terreno, el cuerpo físico. Pedro, a su vez, dice que Cristo fue “muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu” (1Pe3:18). Cuando se dice que Cristo “resucitó” de la muerte, significa apenas que él resurgió después de muerto, o sea, que reapareció y que se mostró visiblemente a muchos de los que lo habían conocido. Solo eso. Él mismo quiso mostrarse a ellos, para que creyeran que estaba vivo.
Jesús no resucito carnalmente, porque las leyes entretejidas por la voluntad de Dios-Padre en la Creación no permiten tal cosa, y él propio dijo “no he venido para derogar la ley, sino para cumplirla” (cfMt5:17). Su Mensaje de Amor no tenía el propósito de derogar ninguna ley, más si separar lo que era cierto a los ojos del Señor de lo que fuera apenas moldeado por el raciocinio humano. Él hizo eso para que esas leyes se tornasen una base sólida para la efectuación del Amor de Dios, que era y es, él propio.
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