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En una ocasión, el estadista británico Winston Churchill declaró: “La democracia es la peor forma de gobierno, con excepción de todas las otras que ya han sido probadas”. Una constatación que, en nuestra triste época, podemos hasta tomar como correcta, si bien que eso en nada amaine el descalabro que caracteriza el régimen democrático.
El hecho es que hoy no existe ningún sistema de gobierno que siquiera se aproxime de lo que es justo y verdadero. Lo justo y verdadero no según la opinión humana, pero si, conforme preconizado por determinadas leyes inflexibles, que regulan toda la obra de la Creación y que nada tiene que ver con cualquier religión instituida.
Del mismo modo, la tan citada frase: “cada pueblo tiene el gobierno que merece” también tiene mucho de verdad, sin embargo, en un grado mucho más grande de lo que se supone generalmente. Sí, porque tal como los demás regímenes degenerados de nuestro tiempo, la democracia ya constituye, por -5si misma, un retorno de karma colectivo. Cosechamos en el tiempo presente lo que nosotros mismos sembramos en eras pasadas, con nuestra manera errada de actuar, con nuestra crónica indolencia espiritual, interesados mucho más en derechos que en deberes.
La democracia es un compendio casi completo de todo lo que el raciocinio humano consiguió formar de deturpado. Solo la existencia de los llamados “parlamentos”, donde se abusa de la palabra humana de todas las maneras posibles e imposibles ya demuestra el grado de degradación de ese régimen, un verdadero escarnio con relación a las leyes universales.
Sin embargo, las profundas fallas y contradicciones del régimen democrático no irrumpieron apenas ahora, en las últimas décadas, pero si son inherentes a ese sistema político, hacen parte intrínseca de su constitución. Cuando el ideal democrático comenzó a ganar cuerpo en Grecia, alrededor del 508 a.C., se observó un fenómeno curioso: cuanto más agraciado era un político con el don de la oratoria, mucho más y seguramente él ascendía en el concepto del pueblo y mucho más rápidamente se destacaba en la “Asamblea de los Ciudadanos”, lo equivalente de esa época al Congreso de hoy. Si lo que era dicho tenía o no valor, era irrelevante, lo que importaba era hablar bien. El historiador José Américo Motta complementa: “Parecía que no existía en Atenas un partido en el cual un hombre que no quisiera abrir mano de principios éticos pudiera integrarse.” ¿Familiar?… Pero no era apenas eso. Era casi imposible decidir alguna cosa en la dicha “Asamblea de los Ciudadanos”, pues los integrantes frecuentemente dejaban de comparecer al plenario. Se ausentaban para poder cuidar de sus asuntos particulares…
La democracia es una de las muchas excrecencias producidas por la continua e irrefrenable decadencia humana, que viene ya desde milenios. El hecho se su origen ser tan antigua, demuestra que ya en aquella época la mayor parte de la humanidad vivía de forma contraria a las leyes naturales.
En épocas pasadas, cuando la humanidad aún vivía integrada a esas leyes, los regímenes de gobierno también eran completamente diferentes. En Caldea, en el reino de Saba e incluso ahora más recientemente en el Imperio Inca, prevalecía la verdadera arte de gobernar. Se podría llamar a esos regímenes de autocracias, sin embargo, con una diferencia fundamental. La autocracia de aquellos tiempos no era el “régimen del más fuerte”, pero si el “régimen del más sabio”. Y más sabio era aquel que mejor comprendía las leyes de la vida y que más desarrollado se encontraba espiritualmente. Los dirigentes eran personas que ya nacían predestinadas a gobernar.
Traían en sí un sentido incorruptible de la verdadera justicia y, con su visión más amplia que los demás, estaban aptos a reconocer de cual forma deberían conducir el pueblo, para que este alcanzase su máximo desarrollo espiritual y terreno. Una manera de gobernar que el ser humano de hoy ni siquiera consigue imaginar, o incluso no merece saber que existió.
Esos pueblos antiguos reconocían con gratitud la sabiduría de sus gobernantes y, por eso, seguían estrictamente, con confianza, las directrices de gobierno.
Se integraban naturalmente en castas sociales; no unas sobre las otras, más unas al lado de las otras. No había evidentemente ningún tipo de opresión, más todas las castas, de la más alta a la más baja, eran consideradas de igual importancia, pues el bien del país y del pueblo dependían del trabajo conjunto y armonioso de todas ellas, según las capacitaciones de cada uno. Las castas se formaban de acuerdo con la madurez espiritual de las personas.
El malestar que algunos sienten con relación a estas palabras es natural, pues estamos demasiado convencidos de la capacidad humana en resolver los problemas creados por la misma humanidad. Solo cuando todo lo errado se auto-extinga, se auto-consuma en un completo e indisimulable fracaso, es que la humildad será finalmente reencontrada. Y solamente con la humildad redescubierta es que podrá ser encontrado el camino de vuelta para el modo correcto de vida en todos los sentidos.
Y a los que retrucan que la forma de gobierno indicada es utópica, confirmo que tienen absoluta razón. Sí, es realmente una completa utopía para la presente época. En este suelo resecado de la política actual jamás podría florecer algo de bello y útil. Antes, este suelo tendrá que ser completamente limpio de las hierbas dañinas, del zarzal venenoso plantado y tratado por la legión de los malos jardineros de la política, tan orgullosos de su nefasto trabajo.
La forma de gobierno de aquellas eras antiguas nada de semejante tenían con los regímenes de hoy, particularmente la democracia, la cual, en gran parte, se fundamenta en la hipocresía. Pues, nada más es que hipocresía cuando se dice que el pueblo es sabio. No lo es. Gran parte, por tanto, la parcela que elige los dirigentes, se comporta como un rebaño indolente e inconsecuente, empujado de allá para acá por carteles políticos mediante promesas que nunca se cumplirán.
Solamente hipocresía reside también en las expresiones: “intercambio político”, “base parlamentar de apoyo”, “compatibilización de intereses” … Todos eufemismos, para la pura y simple corrupción.
El único aliento que se extrae de todo ese cuadro deprimente es el saber que la democracia no perdurará. Ella es apenas una ilusión, que no se sostendrá indefinidamente. Es más, ya está en su ocaso, pues todo lo que es errado, nocivo o inútil no puede mantenerse para siempre. Dura un cierto tiempo y se desintegra, por efecto automático de las ya mencionadas leyes naturales básicas. Lo que no es capaz de adaptarse a esas leyes simplemente no se conserva, quiera que se trate del propio ser humano, quiera de lo que él insertó en el mundo, sean modos de vida, doctrinas económicas, sistemas religiosos, conceptos filosóficos o regímenes políticos.
La clase política remaneciente tendrá necesariamente que volver a direccionar sus objetivos y procedimientos, ajustándolos a principios muy diferentes de los actuales, pues caso contrario no será remaneciente. En lo que se refiere a las personas de buena voluntad de nuestro tiempo, no necesitan desesperarse ni estar amargadas. Al contrario, deben buscar vivir en restricta conformidad con las mencionadas leyes naturales, para que puedan forjar para sí un bello futuro, pues cada uno es el único responsable por su propio destino.
El régimen político del futuro se aproximará más de los ejercidos por determinados pueblos antiguos, no por acaso relegados a la curiosidad histórica o completamente olvidados por el Homo politicus moderno, esa extraña criatura, que en su decadencia mal presentida se intitula autosuficiente, pero que en sus actos se muestra apenas como auto-iludida.
Roberto C. P. Junior
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