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Dolor y sufrimiento, en el fondo, constituyen una verdadera dádiva de los cielos. Una dádiva invaluable, pues es el único exhortador aún capaz de alcanzar el alma humana y de hacer el individuo reflexionar con seriedad y humildad sobre su propia vida.
Y, también, de llevarlo a buscar, con todo empeño, una nueva sintonía interior, más ajustada a las leyes universales. Nada ni nadie más consigue eso en el tiempo actual.