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“¡Discúlpeme por el atraso, mi vida es una correría!” “¡Mi vida es una confusión, no tengo tiempo para nada!” ¡Ah, necesitaba que los días tuviesen 48 horas! ¿Quién ya no escuchó frases así? ¿Quién ya no dijo algo semejante?
La vida actual parece un tren desgobernado corriendo a toda velocidad. Despertamos con un innumerable de quehaceres en una lista y vamos a dormir ya pensando en lo que tendremos que hacer en el día siguiente, lo que es la manera más eficaz de tener una pésima noche de sueño.
Corremos, corremos y corremos, y la salud solo se empeora, empeora y empeora nunca llegamos a ningún lugar. Ni podría ser diferente, porque toda esa actividad frenética sin ningún objetivo noble, si cualquier dirección clara, no está absolutamente en conformidad con la ineludible Ley de Movimiento, Al contrario, es una señal de sueño del espíritu.
Ni se diga que por detrás de todo alborozo están, realmente, elevados propósitos, ya que se busca mejorar las condiciones de vida de la familia o de personas próximas. Ese argumento es solo una consideración del raciocinio, que desea permanecer en el trono usurpado de dirigente de la vida humana, y no quiere que el espíritu debajo de él, enclaustrado y maniatado, aún pueda manifestarse.
Si en algunos el espíritu, a pesar de todo, aún consigue evidenciarse, por medio de la ya casi inaudible voz de la intuición, entonces la respectiva persona siente un cierto malestar en medio a todo ese alboroto. Siente que está desperdiciando su tiempo, que está malbaratando su vida terrena, en vez de buscar la evolución y el perfeccionamiento del espíritu.
Para esos pocos que fueron agraciados con tal malestar, sigue un parágrafo de la obra En la Luz de la Verdad, de Abdruschin:
“Sólo una irreflexión condenable en extremo puede imaginar que el fin de la existencia humana consista fundamentalmente en codiciar bienes terrenales o en la satisfacción de las necesidades corporales, para eximirse, con tranquilidad, de toda culpa y de las consecuencias de su indolente proceder durante su vida terrenal, mediante una formalidad externa y bellas palabras. El camino a través de la existencia terrenal y el paso al más allá en el momento de la muerte no son como un viaje normal y corriente para el que basta sacar el billete en el último momento.”
Para ser vivida en plenitud, la vida terrena necesita tener un albo elevado, necesita tener una meta grandiosa, sublime, y esta solo puede ser espiritual, no terrenal. Abdruschin aborda ese punto en la misma obra:
“Es un deber sagrado para el espíritu humano averiguar por qué vive en la Tierra, y, en general, en la Creación, en la que está como suspendido mediante miles de hilos. Ningún hombre se considera tan insignificante como para imaginar que su vida carezca de objetivo, a menos que él mismo no le dé sentido.”
Nadie debe desatender sus actividades terrenas sin ocasionar daños para sí y su ambiente, pues eso sería un nuevo descuido, pero ellas no deben consistir en la última finalidad de la vida., no deben ser el punto central de sus pensamientos y de su anhelo de alma.
Por otro lado, la aspiración genuina de descubrir, por sí mismo, las respuestas a los cuestionamientos primordiales de la vida es un indicativo de verdadero movimiento espiritual. ¿Quién soy yo? ¿De dónde vine? ¿Para dónde voy? ¿Cuál es el propósito de mi existencia? Quien se mueve sinceramente en la búsqueda de la solución de esos cuestionamientos primordiales, acabará también por encontrar las respuestas, tal como prometido por el más grande de todos los Maestros. Y con esas preguntas resueltas, la persona no podrá hacer otra cosa que buscar vivir en irrestricta conformidad con la Voluntad de su Creador, que se manifiesta en este mundo a través de leyes inflexibles, que él reconoce con facilidad.
Su vida pasa de esa manera a tener un real propósito, vivida con gratitud y alegría, incluso en el cumplimiento de todos los quehaceres terrenos.
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