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Hasta el advenimiento del SIDA, la depresión era la tenedora incontestable del título de “Mal del Siglo”. Sin embargo, aún después de desprovista de ese inútil honor, continua creciendo imperturbablemente en todo el mundo, junto a otras varias enfermedades mentales.
La persona que presenta síntomas depresivos, sigue, más o menos, un cierto lineamiento en su búsqueda por auxilio. Sale de la primera consulta médica incumbida de hacerse una extensa lista de exámenes clínicos, los que, invariablemente, demostrarán algunos días después, que su salud está perfecta, o entonces, que, eventuales disfunciones glandulares no tienen ninguna relación con los síntomas que presenta.
El problema sería originario, únicamente, de un desequilibrio químico en el cerebro. El médico se esfuerza por explicar, a su paciente con depresión – a esta altura ya con cierto grado de angustia y ansiedad – que los niveles de serotonina están anormalmente bajos en las sinapsis. Que le está sucediendo una recaptura indeseable, por las neuronas, de ése y de otros neurotransmisores, dificultando el intercambio de impulsos eléctricos entre ellos.
Mientras que el nuevo deprimido intenta imaginarse qué es lo que tiene mal en la cabeza, se va, balanceándola en silencio, queriendo hacerse creer que ha entendido todo lo que el médico le ha dicho. De cierta forma, termina por sentirse reconfortado por el diagnóstico, aunque ininteligible, porque para él, esa es la prueba de que su enfermedad es perfectamente conocida de la medicina. La cura es tan solo una cuestión de tiempo, bastando apenas, tomar un antidepresivo tricíclico.
Debemos reconocer, aquí, que tanto antidepresivos como ansiolíticos, se constituyen, realmente, en bálsamos químicos, cuando actúan bloqueando parcial o totalmente, algunos de los síntomas. No es por casualidad del destino, que tales auxilios estén disponibles, justamente en esta época, en que la gente está literalmente sacudida por sismos anímicos.
Sin embargo, la disminución de los síntomas y la mejoría de la calidad de vida obtenidos con los fármacos, no constituyen la prueba de que la ciencia médica conoce efectivamente, esas enfermedades, mucho menos todavía, sus verdaderas causas. A pesar de los loables esfuerzos y reconocidos éxitos en el tratamiento de los síntomas corporales, la medicina no puede llegar hasta el propio origen de esos males, pues estos se encuentran en el alma de los individuos. Una etiología imposible de reconocer a través de cualquier herramienta material, sea un estetoscopio o un aparato de resonancia magnética.
Depresión, angustia, disturbio bipolar, síndrome de pánico, fobias, son todas enfermedades de fondo anímico. Es, por lo tanto, en el tratamiento del alma que se debe buscar la cura, sin ser negligente, como ya se ha dicho, con el tratamiento de los síntomas del cuerpo.
Pero, no se imagine poder tratar el alma con recetas preescritas por curanderos místico-ocultistas o con sesiones de hipnosis, ni tampoco desnudándose interiormente en el diván de un psicoanalista. Cuántos de esos profesionales de la mente hay, ahí incluidos tantos psiquiatras, que ni siquiera creen en la existencia del alma. Y la palabra “psiquiatra” significa exactamente “médico del alma”. Médicos del alma que no creen en su existencia…
La persona deprimida debe, antes de más nada, cambiar su sintonización interior. Y en primer lugar, a través de sus pensamientos. Los pensamientos deben estar siempre orientados hacia el sentido del bien, como efectos naturales de un ser humano noble y bondadoso. Seguramente, no es necesario aclarar en detalle, lo que son pensamientos negativos; basta con que se clasifique en esta categoría a todos los que son indignos de la criatura humana, los que inmediatamente oprimen a su generador y moldean el ambiente a su alrededor.
No se quiere decir con esto que se debe hacer fuerza para conseguir buenos pensamientos. Sería un esfuerzo antinatural y poco provecho traería entonces, como cualquier acción emprendida unilateral y artificialmente. Esta es, realmente, la principal falla de los libros de autoayuda que enseñan a pensar positivamente.
Quien sufre de depresión debe, eso sí, hacer un gran esfuerzo por cambiar su modo de ser. Un esfuerzo continuado, perseverante, hasta alcanzar el punto en que ni siquiera le sea posible más, generar malos pensamientos. Puede estar seguro de que ningún médico lo censurará por seguir ese tratamiento tan simple, desde que, evidentemente, no abandone la terapéutica tradicional. Si emprende un serio esfuerzo con ese fin, con sinceridad de alma y pureza de corazón, verá desvanecerse, poco a poco, los espesos velos oscuros que la aíslan de la alegría de vivir. Y pasará a conocer, a través de la propia vivencia, el significado de la palabra “paz”.
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