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En una de sus confrontaciones con los fariseos, Jesús los reprendió severamente diciendo de ellos: ¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el camello! (Mt23:24).
Ellos, los fariseos, estaban siempre muy ocupados y despreocupados con las minucias de la ley mosaica, esforzándose en seguir fielmente todos los preceptos exteriores de ella, interpretados por ellos mismos. Sin embargo, lo principal, que era la legitima devoción para con el Creador y el amor abnegado a sus semejantes, no encontraba eco dentro de ellos. En su lugar colocaban la hipocresía y la vanidad, juzgándose muy superiores a quien no obedecía a las particularidades de la ley como ellos y que, por eso, eran albos de sus críticas y desprecio.
Los fariseos eran extremamente cuidadosos en colar los mosquitos que revoloteaban de las concepciones que ellos mismos producían de su creencia, mientras se tragaban sin pestañear los grandes camellos de su presunción y de la prepotencia.
Fariseos como los de la época de Jesús existen hoy en abundancia, no solamente en las religiones, más también en las muchas profesiones y, a bien decir, en casi todas las actividades humanas.
Es necesario reconocerlos y evitarlos, pero, principalmente, ejercer vigorosa vigilancia sobre nosotros mismos, porque también el farisaísmo es un modo de vida errado, compuesto de varios niveles. En el inicio, en los periodos iniciales, él no es percibido, y es justamente ahí que vive el peligro. Como estamos todos dentro de un proceso de endurecimiento continuo de conceptos y valores, podemos fácilmente actuar como casi–fariseos en varios aspectos de la vida, sin darnos cuenta de eso.
El casi–fariseo está siempre esperando de inicio algún tipo de falsedad de su semejante, al paso que el no–fariseo supone inicialmente que por detrás de la actitud del otro exista siempre un motivo bueno. El casi–fariseo se incomoda con las capacitaciones de otra persona y busca cercenarlas, mientras que el no–fariseo además de no impedir el surgimiento de esas aptitudes latentes, se alegra con el perfeccionamiento continuo de ellas. El casi–fariseo practica un tipo de falso amor dogmático, sedimentado en criticas destructivas, mientras que el no–fariseo cultiva el legítimo amor al prójimo, que lo estimula a desarrollarse cada vez más.
El verdadero amor al prójimo no derriba ni oprime a nadie, ni con actos, ni con palabras. Al contrario, reconoce los valores adormecidos en su semejante y cuida incansablemente de despertarlos y de vivificarlos. Y así también lo auxilia a subir peldaño por peldaño, con sus propias capacitaciones, la escala del desarrollo espiritual.
Cuidemos, entonces, de colar diligentemente todos los malos camellos escondidos de nuestra personalidad, manteniendo distancia de cualquier tipo de farisaísmo en el trato con nuestros semejantes. Pues lo que hacemos al prójimo con nuestras acciones, palabras y pensamientos, lo hacemos, en realidad, a nosotros mismos, porque la actuación de la ineludible Ley de la Reciprocidad jamás falla.
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