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Cuando una persona común se topa con el pronunciamiento de un científico sobre cualquier asunto, su reacción es invariablemente una mezcla de interés sincero, profundo respeto y humildad autoimpuesta. Ella se recoge silenciosamente en un rincón, esforzándose lo máximo posible en comprender el pensamiento del científico. Quiere beber, aunque un poco que sea, de aquella fuente de sabiduría que juzga sobrehumana.
Este concepto – de la superioridad de la ciencia y de sus discípulos frente a los demás mortales – está tan arraigado en nuestra sociedad, que nadie de las castas inferiores se atreve a cuestionarlo.
A lo largo del tiempo esa pirámide abstracta de valores demostró ser mucho más sólida, mucho más resistente a la movilidad de sus integrantes, que las pirámides sociales de varios pueblos. Atravesó siglos firme e inquebrantable, impasible ante la ascensión y caída de imperios, indiferente a gobiernos y regímenes políticos. Esa estabilidad fantástica debe ser acreditada indistintamente a todos los integrantes de la pirámide de valores, que jamás se permitieron imaginar que su estructuración pudiese ser diferente.
Así es que ya desde mucho tiempo la ciencia impone a la humanidad muchas ideas absurdas y erróneas, sin encontrar ni la menor resistencia que venga desde abajo. A cada proclamación de un dogma científico, sigue junto una mordaza compulsoria colectiva, en la forma de un lenguaje obscuro e ininteligible, totalmente inaccesible a los no elegidos.
El dogma de la infalibilidad científica solo puede obtener así tan amplia e irrestricta aceptación, porque la humanidad como un todo dio mucho más valor al raciocinio que a su propio espíritu. Prueba de eso es que la simple mención de la palabra espíritu ya causa un cierto mal estar en casi todas las personas. Basta que oigan o lean esta palabra para que el raciocinio entre inmediatamente en acción, intentando hacerlas creer que, probablemente, están frente a algo “no muy serio”.
El mismo efecto se observa con cualquier otro concepto que el intelecto no puede asimilar. Asuntos legítimamente espirituales no desencadenan más en nuestra época sentimientos de alegría e interés, pero sí de descaso y rechazo, provocados por el propio raciocinio, en su habitual función de mantenerse a toda costa en el trono usurpado. Cuando mucho él, el raciocinio, colabora en el incremento de la fantasía, forneciendo a la indolente humanidad los substitutos para los asuntos espirituales que ella descuidó: ocultismo, misticismo, magia, creencia ciega.
Este es el retrato del ser humano hodierno: el ente de espíritu que se avergüenza de su origen espiritual, el esclavo de su propio raciocinio, la lánguida criatura, que desprovista de cualquier vivacidad de espíritu, acepta apáticamente las más grotescas mentiras religiosas y las más tontas fantasías místico-ocultistas.
Si cuando probó del árbol del conocimiento, la humanidad hubiese al mismo tiempo regado el jardín de sus aptitudes espirituales, tendríamos hoy un paraíso en la Tierra. Como, sin embargo, eso no aconteció, tenemos que sobrevivir en un mundo dilacerado por el odio, corrompido por la codicia, envenenado por la envidia y hundido en la miseria. Ese es el mundo que el intelecto tiene a ofrecer, cuando está disociado del espíritu.
La fe irrestricta de la humanidad en relación a sus habilidades cerebrales ya viene de muy lejos. Milenios. Y los sucesivos éxitos materiales exteriores solo sirvieron para solidificar aún más esa idea. Lo que presentemente observamos es solo la coronación de este proceso, donde el intelecto se afirma como el único apoyo confiable. Él es la “divinidad” omnipresente y omnisciente, el “becerro de oro” a quien la ciencia se consagró por entero y que impuso a la humanidad como si fuera su deber, y a quien todos oran también a escondidas o abiertamente.
La base sobre la cual la ciencia se apoya es el intelecto, el raciocinio humano. Y ni podría ser diferente. Si ella se propone a analizar y clasificar fenómenos físicos, terrenalmente perceptibles, tiene que valerse, muy naturalmente del raciocinio, que es un producto del cerebro, órgano perteneciente al cuerpo material del ser humano. Utilizando el raciocinio como instrumento, la ciencia es capaz, realmente, de grandes hazañas, las cuales, sin embargo, tendrán que permanecer siempre circunscritas en el ámbito de la materia. Los resultados obtenidos hasta ahora por los varios ramos de la ciencia son ejemplos claros de ese éxito material incuestionable.
El gran error surge ahí cuando, incentivados por esos éxitos visibles, los científicos se juzgan igualmente aptos a escudriñar, con su intelecto atado a la materia, cosas que se encuentran fuera del ámbito material.
Ellos imaginan poder encontrar de esa forma respuestas a las preguntas fundamentales del ser humano: ¿Cuál es el origen del universo? ¿Cómo surgió la vida? ¿Quiénes somos? ¿De dónde vinimos? ¿Para dónde vamos?
Y en todos los peldaños de la pirámide de valores habita esa misma creencia, de una capacidad ilimitada de la ciencia terrena. Llenas de esperanza, con mal disfrazado orgullo, todas las clases levantan sus ojos para sus idolatrados científicos, en la expectativa de obtener respuestas también para esos cuestionamientos tan cruciales.
Una espera sin esperanzas…
Nunca será posible al intelecto humano, que pertenece incondicionalmente a la materia, desvendar enigmas cuyas soluciones se encuentran en otros planos de la creación. Para tanto es necesario movilidad del espíritu, algo que los científicos de hoy, con rarísimas y honrosísimas excepciones, no poseen más. Ellos, que en su mayor parte ni siquiera admiten la existencia del espíritu, y menos aún de un Creador, insisten en investigar asuntos de carácter espiritual con su restricto raciocinio preso a la Tierra. Quieren desvendar los secretos de la creación con balanzas, tubos de ensayo y microscopios electrónicos.
Y, a pesar de la lógica cristalina que reside en esa imposibilidad natural, de aprender fenómenos espirituales con medios materiales, la ciencia nunca podrá reconocer esa su limitación. No exactamente por vanidad, pero por absoluta incapacidad.
Justamente por creer que el raciocinio es la llave para todo, que puede resolver todo, los científicos se privan de la capacidad de vislumbrar lo que se encuentra más allá de los limites trazados para el saber intelectual. Para ellos es de todo imposible extender la visión más allá de ese punto. Ellos ni siquiera pueden considerar la hipótesis de que exista algo que el raciocinio no sea capaz de desmenuzar. No poseen más, en realidad, la capacidad para tal discernimiento.
Los discípulos de la ciencia imaginan estar en el ápice del saber humano, y se dejan llevar, satisfechos, en los acordes de esa ilusión. Y, en verdad, para ellos es así mismo. Se encuentran, de hecho, en la cumbre del conocimiento intelectual, que, sin embargo, constituye un peldaño muy inferior, extremamente bajo con relación al saber que podrían tener de la inmensa obra de la creación, caso hubiesen hecho uso de las capacitaciones de sus espíritus.
Si la humanidad no hubiese abandonado tan livianamente su desarrollo espiritual, todo se presentaría ahora en una forma totalmente diferente. Ciencia sería hoy sinónimo de verdadero saber, y todos los grandes cuestionamientos humanos estarían hace mucho tiempo solucionados.
Roberto C. P. Junior (instagram.com/robpucci/)
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