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Quien imagina ser poseedor de insospechadas virtudes y, debido a eso, superior a todo y a todos, sufre de una enfermedad llamada “presunción”, que es uno de los graves desdoblamientos de la vanidad.
El presuntuoso se sitúa en un punto diametralmente opuesto de donde está el humilde, y en razón de eso permanece impedido, por sí mismo, de reconocer la verdadera finalidad de la vida y de evolucionar espiritualmente. Al contrario, se mantiene paralizado y estancado en su pequeño mundo de ilusión, embriagado con sus propias capacitaciones imaginarias. De ese modo, por absoluta falta de movimiento, su espíritu también acaba por retroceder en su necesario desarrollo.