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Samaritanos eran los habitantes de Samaria, nombre derivado de su antiguo propietario, Semer. En la época de Cristo, se denominaba Samaria la región situada entre Galilea al norte y Judea al sur.
Los samaritanos eran despreciados por los judíos porque profesaban una religión paralela y no reconocían el local legítimo de culto, el Templo de Jerusalén, habiendo construido su propio templo en un monte llamado Gerizin, alrededor del 400 a.C. Además de eso, ellos tenían la sangre “medio gentil”, debido a cruzamientos con los extranjeros, y por eso los judíos evitaban todo contacto con ellos. Para los judíos de aquella época no existía injuria peor que ser comparado a un samaritano, y la propia idea de un “buen samaritano” era para ellos algo inconcebible. Cuando necesitaban desplazarse para el norte, preferían dar una vuelta inmensa a tener que pasar por los territorios de los samaritanos.
Sin embargo, exterioridades y prejuicios inventados por los hombres no tienen ningún significado, ningún peso ante las leyes de la Creación. Lo que da una medida de valor o desvalor de una criatura es tan solamente su interior, su voluntad intuitiva o espiritual, única y exclusivamente. De esa contingencia, el propio Jesús ya había dado varios ejemplos, como cuando se dirigió normalmente a una samaritana y le pidió un poco de agua (Jn4:7), y también cuando curó diez leprosos y notó que apenas uno de ellos, justamente un samaritano, volvió para agradecerle (Lc17:15-18).
Al ver la situación en que se encontraba el hombre que había sido atacado, el samaritano sufrió junto con él, “como si hubiese sido él mismo, en persona, el maltratado” (Hb13:3). Viéndolo, se compadeció de él, o conforme dice el trecho en el original griego: “se conmovió hasta las entrañas”.
El samaritano comprendió perfectamente el sufrimiento de su prójimo, haciendo todo lo posible para minimizarlo. No acudió en su ayuda para tener la conciencia tranquila o para ser bien visto entre las demás personas de su círculo, tampoco porque alimentaba la esperanza de que su buena acción le fuese acreditada en el cielo. Nada de eso. Ayudó desinteresadamente, apenas para que aquel hombre no continuase a sufrir. Ni se preocupó si por acaso él también era samaritano o no, si era un judío o tal vez un romano. De esa forma cumplió, de la manera más natural la Ley del Amor, el “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt22:39; Lc10:27), porque “el que ama al prójimo, ha cumplido la Ley” (Rm13:8), puesto que “el amor es el cumplimiento de la Ley” (Rm13:10).
De ese modo, en un acontecimiento terrenal, aparentemente secundario y desprovisto de significado espiritual, el samaritano mostró toda la grandeza de su corazón, porque en las cosas pequeñas es que se reflejan las grandes: “el que es fiel en lo muy poco, es fiel también en lo mucho” (Lc16:10). El reconocimiento y cumplimiento de las cosas pequeñas, por cierto, es condición para comprensión de las cosas grandes, conforme explica Abdruschin en su obra En la Luz de la Verdad, el Mensaje del Grial:
“El hombre que observe atentamente lo que pasa a su alrededor podrá ver, en los sucesos de su medio ambiente inmediato, una reproducción exacta y múltiple del conjunto de eventos de la creación, pues lo más grande siempre se refleja hasta en lo más pequeño.”
Y así es que el samaritano, justamente él, considerado como hereje y fuera de la ley por sus coterráneos, fue el único que puso en marcha la Ley de la Reciprocidad en el sentido deseado por el Alto, o sea, a su favor.
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