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En el mes de agosto de 1928, el médico inglés Alexander Fleming resolvió tener unas merecidas vacaciones.
Él ya venía haciendo investigaciones con microorganismos desde el final de la Primera Guerra Mundial, diez años antes, cuando fue médico militar, porque había quedado horrorizado con la cantidad de muertes provocadas por heridas en combate. Desde entonces buscaba con ahínco alguna cosa que tratase las infecciones, principal causa de defunción de los soldados heridos.
Dr. Fleming trancó la puerta de su laboratorio londinense y fue a descansar. Pero, con la prisa, acabó olvidando sobre la mesa algunas placas de cultivo de la bacteria “estafilococus”. Cuando volvió un mes después notó que aquellas placas, que no habían sido colocadas en el refrigerador, estaban contaminadas con moho. En otras palabras, se habían enmohecido.
Entonces el investigador colocó las placas estropeadas en una bandeja y ya se preparaba para limpiarlas cuando su colega, el Dr. Pryce, entró en la sala y le preguntó cómo le estaba yendo en sus investigaciones. Fleming tomó nuevamente las placas para explicar algunos detalles, sin embargo, en ese momento notó algo extraño. En una de ellas, una substancia transparente se había formado alrededor del moho.
Ambos médicos sabían que tal substancia era un indicativo de bacterias muertas. Y, de hecho, Fleming constató que las bacterias próximas al moho habían muerto. De ese modo él concluyó que el moho, o mejor, que un hongo había sido el causador de la eliminación de sus bacterias. Ese hongo era el “Penicillium notatum”, del cual más tarde sería sintetizado el primer antibiótico: la penicilina.
Y fue así que un feliz acaso, verdaderamente extraordinario, permitió la descubierta y producción de un medicamento que salvaría millones de vidas en los años siguientes.
En realidad, entretanto, no hubo ningún acaso en esa historia. Lo que hubo fue una poderosa conducción, no visible, que posibilitó al médico e investigador Alexander Fleming traer una verdadera bendición a la humanidad sufridora. Eso fue posible porque él tenía una voluntad realmente sincera de auxiliar el prójimo, ya trayendo consigo también elevados conocimientos médicos de otras vidas (http://on.fb.me/1Iibnfz).
Fleming nunca quiso patentar su descubierta, pues creía que así sería más fácil difundir un producto tan eficaz y necesario para el tratamiento de las infecciones bacterianas.
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